jueves, 18 de marzo de 2021

Un balcón a Mártires de Paracuellos

A las muy taurinas cinco de la tarde, un niño sale del colegio y salta los dos últimos escalones que dan al patio. Libre ya, al menos por esa tarde, corre hacia su madre provocando que la mochila rebote contra su espalda y vuele hacia atrás rítmicamente, cayendo de nuevo sobre la espalda y volviendo a levitar —pumpumpum— a cada zancada. La mochila es una fusta que enciende el espíritu de carrera del chico, una imagen multiplicada, pues son decenas los infantes que corren hacia sus padres, lo que otorga al colegio un aspecto de hipódromo de preadolescentes al galope.

La recompensa en meta —mamá— no es heno, sino un bocadillo de tapa negra. Más pan que paté, al niño se le hace bola mientras concentra su pensamiento en llegar al parque de Perón a tiempo de elegir equipo y evitar ir con Jorge, que es un poco manta y se queja si le dices que se la quede. Con los jerséis azul marino del uniforme delimitan las porterías, el chico que las hace procura que sean cuatro pasos —casi saltos— de distancia en la de los otros y cuatro pasitos —casi pies— para la suya.

Cuando empiezan a jugar son como un banco de sardinas moviéndose al unísono hacia el mismo lugar, que coincide con la dirección de la pelota. Sin disposición táctica ni aburrimiento; el fútbol de la calle donde el que la tira va por ella y el último en tocar palo se pone de portero. El marcador lo llevan a vuela pluma (¿12-8? ¿11-10?) y parecen una sociedad utópica que cree en el reparto equitativo, al menos numérico: cuando menguan los chicos porque vuelven a casa a hacer los deberes, se reajustan los equipos para mantener la paridad.

Al niño le espera en casa una habitación con balconcito que da a Mártires de Paracuellos, nombre que sobrevivió al revisionismo callejero a diferencia de las vecinas General Varela y General Orgaz. Allí se distrae inventándose la vida de los peatones que pasan, lo mejor para procrastinar los deberes. Dicen que es de los que lo hacen sin esfuerzo, sobre todo las matemáticas, pero la pereza está en ponerse.

El chaval feliz del relato hoy cumple 35 años —«¡Pocos me parecen!», grita desde el Mercado de Prosperidad el alcalde Almeida—, y este cronista recuerda lo que acaban de leer porque como aquel día hubo cientos.

Cada vez estoy más lejos de ese niño pero pretendo mantenerle vivo, tarea diaria. Hoy escribo y devoro libros porque ese chico cogió gusto a la lectura (Tintín, Zipi y Zape, Rue del Percebe…), sufro con el Deportivo porque entendió el concepto de tradición y el lazo sentimental que creaba con su abuelo y con la ciudad donde nació pero nunca vivió y valora la amistad como bien supremo casi mafioso porque reconoce el sentido de pertenencia como algo a transmitir. Nada lo aprendí solo, claro. Mis padres y los «severos correctivos» de mi hermano hicieron casi todo el trabajo, porque Madrid en los 80 y 90 podía ser muchas cosas, pero la Movida no llegaba a la agogé espartana y no me soltaron en mitad de la calle Orense a ver si salía adelante.

La ambición está bien, pero a veces nos pasamos de idealistas, o directamente de irresponsables montados en unicornios, cuando nos están mirando. En mis 35 sólo quería reivindicar ser normal, un pequeño burgués del montón. La gente huye de esta etiqueta porque lo considera dejarse, olvidarse de las grandes metas que piensas con 20 años y otras revoluciones y palabras que escribes con mayúscula inicial… Lo considero una inmadurez total, una pose ridícula. En lo que a mí respecta, no he cumplido con ser Reverte, Umbral o Gistau —otro día os cuento lo único, además de compartir curro, que me igualó al gran David— pero no he parado de disfrutar.

Si tienes que inventarte problemas de los que tus abuelos no se preocuparían ni un segundo, olvídalo. Eres feliz aunque no quieras. Por supuesto tienes que querer tomártelo así. Verbigracia, cuando hinqué rodilla y le pedí matrimonio a mi mujer le dije que le estaba proponiendo una aventura —la mayor—, cuando vamos un fin de semana de excursión rural analizo cada piedra como si fueran los vestigios de una civilización extrañísima, y cada caña que me tomo con amigos en una terraza me la bebo como si fuera el champán por ganar el GP de Mónaco.

Ahora me voy a poner Cuando fuimos los mejores, que las tradiciones están para cumplirlas mientras no muera ninguna cabra, y después voy a recordar que el niño aquel que miraba por el balcón de Mártires de Paracuellos una vez vio pasar a un chico súper mayor, de unos 30 o 40 años, e intentar seguir dándole la razón cuando se inventaba su vida. «Camina feliz, tiene un trabajo en el que quizá le gustaría escribir y/o ganar más pero que no le disgusta, no tiene ningún problema grave, ni él se cree estar casado con la chica más guapa y mejor persona del mundo, y por cómo cojea parece que sigue yendo a jugar al fútbol con sus amigos los fines de semana...». ¿Quién cojones puede no ser feliz con estas cartas? 

miércoles, 10 de marzo de 2021

Harry y Meghan enseñan el jardín

Sin ser yo natural de las colinas de Costwold ni haber trabajado el carbón en el pueblito galés de Aberdare —ambos, cada uno en su esquina social del ring, súbditos ante los Windsor— admito cierta sensación de deslealtad y decepción ante lo que Harry y Meghan han llamado su verdad; Oprah, hacer caja, y todos los demás, tirarse los trastos como un Antonio David cualquiera, enseñando el jardín.

Tampoco debe generar sorpresa, no puede decirse que sea el primero de la familia al que el amor y la ensoñación de disfrutar una vida anónima pero millonaria —vaya con el poco espabilado— les hace perder la cabeza. La estafa, y la traición a lo que representa él como institución, está en pretender renunciar a sus deberes sin querer renunciar a los derechos o, al menos, a la asignación. Con todo, lo más cutre es borrarse siendo el actor secundario.

La Monarquía puede tener un debate serio, imposible hoy en España por esa manía persecutoria de identificar institución con ideología, pero es un partido perdido si sus miembros, nacidos con don real —a su pesar, cómo no—, pueden elegir a capricho cumplir sus obligaciones, indisolubles de las ventajas.

Si se rasca la primera capa, la de la solemnidad, la Monarquía debe estar maciza y cumplir su misión como el perro de Hades que es, y custodiar las esencias comunes de un pueblo, su unión y permanencia. Las monarquías son símbolos depositarios con una prerrogativa histórica a cambio de vivir —perdón por la obviedad— como un rey.

Empatizamos con el engorro de vestirse de gala cada martes para terminar siempre cenando en casa, como tampoco me gustaría tener que dar la mano a tanta gente como para llegar a fantasear con montar un servicio de alquiler de extremidades, aunque para mí esto se compensa con poder estrenar Barbour cada invierno. Lo de trabajarse la diplomacia va en la Gracia, altezas.

El problema no está tanto en que Harry o el tío de su abuela abdiquen —literal en el caso de Eduardo VIII— de la vida que les tocó, sino en su esnobismo al pensar que podrían existir sin un pasado. Su pasado. Se faltan al respeto a ellos mismos y al resto de telespectadores al defender que su vida les habría llevado hasta aquí si en lugar de Mountbatten-Windsor se hubieran apellidado Smith. No se pide tanto, que agradezcan lo que les vino dado y sean responsables con lo que exige.

El único mundo donde el prefijo ex genera beneficios es en el circo televisado. Harry y Meghan lo saben, ahí están vendiendo su pena a costa de hundir no ya a una suegra malhumorada, en esto también se podría llegar a empatizar, sino a un país y una historia. Me imagino al príncipe Guillermo telefoneando a Felipe VI tras ver la entrevista: «Qué hermanos nos han tocado en suerte, Majestad. Da gusto ver cómo nos facilitan cada día la existencia y el trabajo». Ojalá The Crown ya hubiera llegado a esta temporada.

martes, 16 de junio de 2020

Madrí

Si de todas las enseñanzas para la historia que nos brinda desinteresadamente Rafael Simancas sólo pudiéramos salvar una, no dudaría en rescatar de la quema la que pronunció este mes de mayo para descubrirnos, no sin asombro, que en España está Madrid.

Sin ella todo sería distinto y me aventuraría a añadir que también peor. En Madrid siempre ha prevalecido el qué por encima del quién, una libertad que disfruta el recién llegado con el exceso de las primeras veces. Madrid es el Churchill de las ciudades, si puedes criticarla es porque la ciudad defendió tu derecho a hacerlo, y lo tolera mientras se fuma un puro eterno y levanta los dedos índice y corazón. Probablemente sería un gesto criticado por una minoría enfurruñada y de los que se quieren hacer perdonar pecados imaginarios, que esgrimirían alguna razón banal para elevarla a causa general; por ejemplo, haber hecho el símbolo de la uve con la palma de la mano hacia dentro.

Hay modas tan atractivas que es difícil no caer en ellas, no digamos si señalan un culpable externo y además estás en campaña electoral. Criticar Madrid ha sido un recurso facilón de ciertos gobernantes durante el estado de alarma, que han criminalizado a los madrileños no ya por lo que hacían sino por lo que pudieran llegar a hacer, actuando como los seres precognitivos de Minority Report y anticipando delitos con sólo identificar un laismo.

Madrid está escrita, descrita y hasta sobreimpresa, pero en el relato costumbrista se suele traspapelar su condición de chivo expiatorio. Isleño, qué duda cabe a estas alturas, era madrileño. Hay ciertas identidades que se realizan existiendo contra otras, lo que ya las define a ellas mismas, y la centralidad de Madrid incuestionable en cuanto a su posición geográfica ofrece un objetivo imaginario muy poderoso pero escasamente real. Tampoco cuentan con la piel tan gruesa que tiene Madrid, inmune ante ciertos desprecios que siempre despacha pidiendo otra caña.

El indicador popular de prosperidad más certero es el de número de madrileños por veraneante, que contribuyen risueños a la doble causa de fomentar la alegría del hostelero al mismo tiempo que genera ceñofruncismo en ciertos naturales del lugar. Hay gobernantes que ayudan con sus declaraciones a crear esa escenografía de western cutre, mandamases que no se identifican con un partido político sino con su partida de nacimiento.

En realidad todo el mundo tiene su Madrid sin necesidad de ser Madrid. Basta identificar un agente externo al que señalar con el dedo y así, los habitantes de la capital de cualquier provincia pasarán a ser culpables de masificar el pueblo y fomentar el alcoholismo entre la juventud rural. La idea suele ser la misma, proteger la identidad del terruño. Cuando todo lo malo que ocurre no es culpa propia, uno vive la ilusión de ser víctima, y ahí empieza un camino peligroso. Lo cierto es que como madrileño nacido en La Coruña, «madrileiro, ni de aquí ni de allí: de los dos», me decía mi abuelo gallego, he ganado mucho más sumando que escogiendo sólo un bando.

Madrid recibe más gente que reproches, así de grande es. Pero si alguien todavía no se siente identificado con alguna calle, parque o bar de Madrid sólo puede ser porque nunca la ha pisado.

miércoles, 9 de octubre de 2019

Ser feliz (para Carmen)


Seamos sinceros para empezar: la infelicidad tiene más fama que la ñoña de su hermana bonita. A los genios, signifique lo que tenga que significar eso, uno los supone creando perdidos en una niebla de humo de tabaco, cabizbajos, con los dedos índices apretándose la sien, renegados y renegando de todo con los vicios que cada uno se pueda permitir. Nadie los cree felices, levantándose de la cama de un salto con una sonrisa, saludando a los vecinos al coincidir y riendo a carcajadas con una comedia cualquiera.

Dibujamos como interesante al que se oculta y recela, mientras que a los felices les damos por pizpiretos soñadores, con una levedad de pensamiento que los incapacita para tomarlos en serio.

Esto, por supuesto, es una gran gilipollez.

La felicidad es tan contagiosa como el virus más odioso, pero lo peor es ver cómo nos cuidamos muy mucho para no ser infectados. Nos da pánico ser felices y huimos de quien lo es, no vaya a ser. Por suerte existen personas que te inoculan su alegría con una naturalidad tan envolvente que querrías estar siempre ahí y dejarte hacer.

A veces uno llega a ser feliz tan rápido como lo que tarda en cruzar la puerta de una taberna artesana, escuchar un «¡qué guay!» sincero mientras te miran a los ojos con una sonrisa y te apoyan una mano en la espalda. Si alguno conoce Verdejo, lo sabe.

No hay una receta para ser natural; para sentirte bien, querido y en casa. Supongo que ayude la cocina; los escabeches, claro, pero esto no va de platos, sino de personas. Verdejo, Marian y Carmen son, hablo en presente, un descubrimiento tan positivo como inesperado para Bea y para mí. Son parte de nuestra historia, ellas lo saben. Las querremos siempre por ello.

Si la primera vez que comes en Verdejo te vas pensando que, aunque no caigas en ese momento, debes conocerlas de algo –tanta complicidad en el trato no puede ser gratuito, dices–; en el (pen)último regreso te da casi igual la cena mientras puedas pasar con ellas ese rato. Te han engañado, no lo has visto venir y ¡zas! Te han quitado con dos frases y una sonrisa tu pose de chulo.

Es posible que en realidad Verdejo, Marian y Carmen no te inyecten nada ni te hagan más feliz de lo que eras, sino que simplemente (a cuántas cosas sabe este simplemente) te lo emplatan y te lo enseñan. Con ellas no te importa ser vulnerable, mostrarte feliz ni que quien pase por la calle te crea pizpireto, leve de actuación y pensamiento y algo ingenuo porque te lo pasas de puta madre.

Ayer, un accidente de moto se llevó a Carmen, gran maestra de la felicidad. Es curioso cómo ha calado tanto en tan poco tiempo y cómo la considero propia sin ser de mi círculo cercano; hay que tener cojones para lograrlo, por eso hoy duele muchísimo su adiós. No sé qué habrá después, pero donde sea ya estará mirando a los ojos de alguien, subiendo y bajando la cabeza para reafirmar la atención en lo que le dicen y terminando la conversación con su timbre agudo: «¡Uau, tío! ¡Qué guay!».

miércoles, 7 de marzo de 2018

Pensar bien. Pensar mal

Todos estamos convencidos de que la gente equivocada es la que piensa diferente a nosotros, y tiene cierto sentido que así sea. Lo peligroso casi nunca está en creer algo, sino en imponerlo.

No queremos descubrir la nobleza en admitir nuestras grietas argumentales cuando nos las señalan de buena fe, sino que preferimos ser jueces. Reconocer las fortalezas discursivas de otros es incompatible con el mesianismo del activismo totalitario. “Desarrollad el pensamiento crítico”, nos decían en el colegio como ilusión de libertad, y ahora alguien nos debería explicar por qué hay gente que no acepta convivir con personas que no llegan siempre a sus mismas conclusiones.

Creer que una sociedad se puede definir en singular (un singular elegido, claro, por los curas laicos) es una utopía pueril -perdón por el pleonasmo- porque siempre habrá equivocados a los que no hay que vencer, que aquí no hay ninguna guerra, pero sí convencer o castigar como se hace en un país digno de llamarse como tal: aceptando las reglas. Tener razón no es una patente de corso, es un mecanismo muy útil para facilitar cambios necesarios, pero no es suficiente.

Contestar a las críticas con falacias o insultos debilita cualquier reivindicación, el lenguaje exclusivo y bélico crea bandos y querer eliminar una injusticia imponiendo otra de signo contrario es el camino más corto para que una causa se convierta en una batalla.

Hay un ejemplo que suelo usar: si Arnaldo Otegi actuase o hablase de manera hiriente a las víctimas (de nuevo, perdón por el pleonasmo), la inmensa mayoría de ellas le criticaría a través de todos los medios a su alcance. También podría darse que una, dos o 20 víctimas de ETA defendiesen, en tribunas, manifiestos o en el bar, que no consideran inoportunas esas supuestas actitudes. Ahora imaginen que a esas víctimas, más allá de la legítima discrepancia, se las atacase, insultase, negase la propia condición de víctima e incluso usasen contra ellas el mismo lenguaje y formas que se critica al supuesto agresor inicial: Otegi. No hace falta imaginar demasiado porque ya ha pasado algo parecido, y también ocurre con todas las ideas que en 2018 se quieren hacer universales a través del absolutismo.

Existe algo más importante que tener razón: respetar. Nunca me van a convencer de que aceptando la convivencia y sus reglas la gente no pueda hacer y opinar lo que le dé la maldita gana.




jueves, 15 de febrero de 2018

Real Madrid – PSG: Hogar, dulce hogar

Para el Real Madrid, la Champions es girar la llave en la cerradura de casa y poner un pie en el recibidor. Es un niño gritando ¡casa! cuando toca un árbol a la carrera antes de que le atrapen. El hogar, ay, qué bien se está en el sofá. Una casa que no siempre está en calma, pero paz no es sinónimo de prosperidad. Manchar la alfombra o romper la vajilla también es ser feliz, como reñir o perder.

Que el Madrí es humano se ve en que, como todos, se enmascara en el día a día. Así, este año se está haciendo pasar por un equipo cansado, sin ganas ni orgullo. Ha perfeccionado tanto el arte de la mascarada que ha logrado hacer creer a todo el mundo que Marcelo es lateral. Tan mentira como decir que ayer dominó, si no le metieron cuatro es porque la suerte y la potra también saben dónde está su hogar.

Ayer nada parecía normal ya incluso desde la convocatoria para recibir al equipo. Es cierto que en invierno, cuando el horario Champions es nocturno, el show es más bonito que en mayo, pero la idea de que en octavos de final, una ronda donde se debería ser más burócrata que Superman, se apele a la épica me resulta contraria al propio concepto de Real Madrid. Pero este año el pueblo necesita emociones, y la Champions es su única droga. Tampoco parecía normal prescindir de Bale y confiar de inicio en el niño Jesús del Bernabéu, y menos normal parecía que el Madrid presionase hasta el área de Areola.

Por lo que ha enseñado durante el año, del Madrid se esperaba que fuese inane y poco eficaz. Así fue. La famosa pegada blanca se tradujo en un mano a mano fallido y en robo con disparo precipitado a la grada donde estaban los aficionados del PSG. Para seguir con el guion de 2018, llegar a la portería de Keylor Navas parecía más sencillo que parar un taxi. Tan fácil era que sucedió, y el 0-1 no se arregló hasta que Cristiano hizo de mejor tirador de penaltis del mundo. La segunda mitad daba miedo hasta de lejos por recordar a la del Barcelona. Que el PSG no marcase sólo se puede explicar si eres gallego o crees en lo sobrenatural.

Entonces salió Asensio, al que el público del Bernabéu no jalea como a Isco, Isco, y se puso a correr y a crear espacios sobre un carril. El segundo balón que tocó lo puso donde siempre estaba Raúl y se encontró con la rodilla de Cristiano, del que quiero creer que la puso a propósito. Sea o no, sólo espero que si este año es la Trecena se conserve la rótula incorrupta de Ronaldo junto a la Copa.

El tercer gol fue algo tan natural como abrir el frigo y coger una cerveza. Otra vez Asensio, su pierna izquierda y un balón al área. Otra vez gol. Estar de sí o no es un estado de ánimo y ayer, San Valentín, el Madrí dijo «sí, quiero» y renovó sus votos con Europa, su casa. Es un hogar lleno de amor. 





miércoles, 7 de febrero de 2018

Ver la Super Bowl

Mi fuerza de voluntad se terminó el día que dejé de fumar, así que cada vez que un amigo, y a veces un conocido, habla de tomar cañas es casi imposible decir que no. Hay ciertas modas que no sigo no por fingida superioridad o un mal entendido concepto de elitismo, sino por simple desconocimiento. Sumar vicios aleatorios es mi forma de dejar el tabaco y ni siquiera tienen por qué gustarme.

El último en el que he caído ha sido la Super Bowl. En casa, en chándal y con un póster de Nueva York como única referencia a América a mi alrededor me pregunté cómo de buena sería esa mierda que tan enganchado tiene a tanta gente de, otro vicio, mis redes sociales. No hubo épica ni romanticismo deportivo en el relato -eso lo escribiría Iñako-, sólo aséptica curiosidad. Poner la Super Bowl se parecía más a un trámite burocrático que a un deseo intencional, pero un día es un día así que me consentí un capricho en algo que ni me iba ni me venía. Justo en eso estaba el lujo.

Creí conveniente elegir equipo. Apoyar al débil era demasiado condescendiente pero tampoco se me ocurría otra forma de elección hasta que vi una cara conocida. Uno de los que iba a jugar me sonaba, no por su nombre o sus logros profesionales, sino por su estado civil. Elegí con quién ir basándome en que ese tipo al que enfocaban es el marido de Gisele Bündchen.

A las 0.30 comprendí a los que no entienden un fuera de juego y te piden que se lo expliques despacio. Los narradores despachaban elementos básicos del partido con un aire de irrelevancia que chocaba con la importancia que yo le veía. Comencé a ignorar lo que ellos ignoraban, como la cuenta atrás del reloj antes de poner el balón en juego (al principio me angustiaba), y a tensar los músculos y esperar con ansia cómo terminaría un balón que volaba largo. Lo menos importante resultaba ser lo más relevante como los pañuelos amarillos para señalar faltas o los antebrazos-tablet de los dos quarterbacks, que supongo incluían jugadas u órdenes, pero nunca lo explicaron.

Cuatro horas duró este chute que tiene algo de miembro de sociedad secreta. Esta jugada y lo dejo. Tres o cuatro veces lo pensé y tres o cuatro veces acepté una dosis más. Me retenía en el sofá la duda de qué pasaría una vez apagase la televisión, tenía la intención de no perderme algo histórico aunque ni yo supiese qué podía ser histórico.

Lo que más me aburrió fue la actuación del descanso, ese espectáculo que conocemos con antelación hasta los que no conocemos la Super Bowl. Mi novia, con más sueño que sorpresa, apareció por la puerta del pasillo para preguntar si seguía con aquella locura. Se volvió a la cama renegando de mí. Al rato llegué yo, más despierto que cuando empezó el partido, y tuve que contenerme para no despertarla e informar de nuestra (a esas alturas ya era parte de mí) derrota en la Super Bowl. Mientras intentaba acostarme sin hacer ruido pensé en eso de quedarte despierto hasta las 4.30 para ver un partido de un deporte que no sigues y que a duras penas comprendes. Menuda tontería, el año que viene ni enciendo la tele. Una y no más. Si además yo controlo y puedo dejarlo cuando quiera.