A las muy taurinas cinco de la tarde, un niño sale del colegio y salta los dos últimos escalones que dan al patio. Libre ya, al menos por esa tarde, corre hacia su madre provocando que la mochila rebote contra su espalda y vuele hacia atrás rítmicamente, cayendo de nuevo sobre la espalda y volviendo a levitar —pum… pum… pum— a cada zancada. La mochila es una fusta que enciende el espíritu de carrera del chico, una imagen multiplicada, pues son decenas los infantes que corren hacia sus padres, lo que otorga al colegio un aspecto de hipódromo de preadolescentes al galope.
La recompensa en meta —mamá— no es heno, sino un bocadillo
de tapa negra. Más pan que paté, al
niño se le hace bola mientras concentra su pensamiento en llegar al parque de Perón a tiempo de
elegir equipo y evitar ir con Jorge, que es un poco manta y se queja si le
dices que se la quede. Con los jerséis
azul marino del uniforme delimitan las porterías, el chico que las hace procura
que sean cuatro pasos —casi saltos— de distancia en la de los otros y cuatro
pasitos —casi pies— para la suya.
Cuando empiezan a jugar son como un banco de sardinas moviéndose
al unísono hacia el mismo lugar, que coincide con la dirección de la pelota.
Sin disposición táctica ni aburrimiento; el fútbol de la calle donde el que la
tira va por ella y el último en tocar palo se pone de portero. El marcador lo
llevan a vuela pluma (¿12-8? ¿11-10?) y parecen una sociedad utópica que cree en
el reparto equitativo, al menos numérico: cuando menguan los chicos porque
vuelven a casa a hacer los deberes, se reajustan los equipos para mantener la
paridad.
Al niño le espera en casa una habitación con balconcito que
da a Mártires de Paracuellos, nombre que sobrevivió al revisionismo callejero a
diferencia de las vecinas General Varela y General Orgaz. Allí se distrae
inventándose la vida de los peatones que pasan, lo mejor para procrastinar los
deberes. Dicen que es de los que lo hacen sin esfuerzo, sobre todo las
matemáticas, pero la pereza está en ponerse.
El chaval feliz del relato hoy cumple 35 años —«¡Pocos me
parecen!», grita desde el Mercado de Prosperidad el alcalde Almeida—, y este
cronista recuerda lo que acaban de leer porque como aquel día hubo cientos.
Cada vez estoy más lejos de ese niño pero pretendo
mantenerle vivo, tarea diaria. Hoy escribo y devoro libros porque ese chico
cogió gusto a la lectura (Tintín, Zipi y Zape, Rue del Percebe…), sufro con el
Deportivo porque entendió el concepto de tradición y el lazo sentimental que
creaba con su abuelo y con la ciudad donde nació pero nunca vivió y valora la
amistad como bien supremo casi mafioso porque reconoce el sentido de
pertenencia como algo a transmitir. Nada lo aprendí solo, claro. Mis padres y
los «severos correctivos» de mi hermano hicieron casi todo el trabajo, porque
Madrid en los 80 y 90 podía ser muchas cosas, pero la Movida no llegaba a la
agogé espartana y no me soltaron en mitad de la calle Orense a ver si salía
adelante.
La ambición está bien, pero a veces nos pasamos de idealistas, o directamente de irresponsables montados en unicornios, cuando nos están mirando. En mis 35 sólo quería reivindicar ser normal, un pequeño burgués del montón. La gente huye de esta etiqueta porque lo considera dejarse, olvidarse de las grandes metas que piensas con 20 años y otras revoluciones y palabras que escribes con mayúscula inicial… Lo considero una inmadurez total, una pose ridícula. En lo que a mí respecta, no he cumplido con ser Reverte, Umbral o Gistau —otro día os cuento lo único, además de compartir curro, que me igualó al gran David— pero no he parado de disfrutar.
Si tienes que inventarte problemas de los que tus abuelos no se preocuparían ni un segundo, olvídalo. Eres feliz aunque no quieras. Por supuesto tienes que querer tomártelo así. Verbigracia, cuando hinqué rodilla y le pedí matrimonio a mi mujer le dije que le estaba proponiendo una aventura —la mayor—, cuando vamos un fin de semana de excursión rural analizo cada piedra como si fueran los vestigios de una civilización extrañísima, y cada caña que me tomo con amigos en una terraza me la bebo como si fuera el champán por ganar el GP de Mónaco.
Ahora me voy a poner Cuando
fuimos los mejores, que las tradiciones están para cumplirlas mientras no
muera ninguna cabra, y después voy a recordar que el niño aquel que miraba por
el balcón de Mártires de Paracuellos una vez vio pasar a un chico súper mayor,
de unos 30 o 40 años, e intentar seguir dándole la razón cuando se inventaba su
vida. «Camina feliz, tiene un trabajo en el que quizá le gustaría escribir y/o ganar
más pero que no le disgusta, no tiene ningún problema grave, ni él se cree
estar casado con la chica más guapa y mejor persona del mundo, y por cómo cojea
parece que sigue yendo a jugar al fútbol con sus amigos los fines de semana...». ¿Quién
cojones puede no ser feliz con estas cartas?