Recuerdo que hace años pasé dos
semanas en una tensión máxima por culpa del ímpetu del momento oportuno y la
poca sangre que en ese momento tenía –teníamos, no era cosa sólo mía- en la
cabeza. Durante los 15 días siguientes todo giró en torno a un mismo tema, uno que siempre llegaba en carrito y con llantos.
El sentido del humor de lo que
nos rodea es una de las paradojas más curiosas que hay. El mundo no quiere
saber nada de ti salvo si es para descojonarse. En aquellas dos semanas no dejé
de ver mujeres embarazadas, madres primerizas con bebés en sus brazos, potitos
y películas sobre y con niños. Estoy convencido de que si entonces hubiese
puesto La 2, los documentales habrían tratado la fecundidad en el reino animal.
Al confirmarse la falsa alarma
las embarazadas abandonaron las aceras de Madrid y los bebés dejaron de ir al
parque. No había vuelto a sentir esa sensación hasta ahora. La nicotina,
parece, también tiene sentido del humor. Ya os conté que el día que dejé de
fumar comencé a leer Falcó, de
Pérez-Reverte, y el protagonista es el personaje más fumador que recuerdo. Por
la calle hay más fumadores que antes, en las películas todos boquean un humo
denso y grisáceo -ahora te fijas en cosas como que tal actor no se traga el
humo; lo que, sin duda, le convierte en un embustero derrochador de placer- y
hasta Putin, ese ruso que seguro es el inventor del tabaco y el fuego, se toma
en serio mi propósito de dejar de fumar y abre periódicos con absurdos sobre el
tema.
Veo fumadores incluso allá donde
no voy. En mi casa te crees a salvo porque Bea, en labor humanitaria, se
esconde para fumar. Pero yo, creyéndome un pirata pero sabiendo que sin patente
de corso, miro sus colillas en el cenicero con nostalgia de otros tiempos.
Según una aplicación en el móvil
he ahorrado ya no sé cuánto dinero. Según mi madre, estoy más guapo; y según la
báscula, lo que he ganado son cuatro kilos. Sí noto que ya aguanto la mirada a
un fumador sin desear ser él; tampoco rastreo el olor a tabaco como el mejor
sabueso policial. Quizá esto sea madurar y, como la muerte, era simplemente
responder al cuándo. Pero de vez en cuando, mi Peter Pan piensa que tampoco
habría sido tan malo vivir en un eterno y pueril país de fumadores.