miércoles, 7 de marzo de 2018

Pensar bien. Pensar mal

Todos estamos convencidos de que la gente equivocada es la que piensa diferente a nosotros, y tiene cierto sentido que así sea. Lo peligroso casi nunca está en creer algo, sino en imponerlo.

No queremos descubrir la nobleza en admitir nuestras grietas argumentales cuando nos las señalan de buena fe, sino que preferimos ser jueces. Reconocer las fortalezas discursivas de otros es incompatible con el mesianismo del activismo totalitario. “Desarrollad el pensamiento crítico”, nos decían en el colegio como ilusión de libertad, y ahora alguien nos debería explicar por qué hay gente que no acepta convivir con personas que no llegan siempre a sus mismas conclusiones.

Creer que una sociedad se puede definir en singular (un singular elegido, claro, por los curas laicos) es una utopía pueril -perdón por el pleonasmo- porque siempre habrá equivocados a los que no hay que vencer, que aquí no hay ninguna guerra, pero sí convencer o castigar como se hace en un país digno de llamarse como tal: aceptando las reglas. Tener razón no es una patente de corso, es un mecanismo muy útil para facilitar cambios necesarios, pero no es suficiente.

Contestar a las críticas con falacias o insultos debilita cualquier reivindicación, el lenguaje exclusivo y bélico crea bandos y querer eliminar una injusticia imponiendo otra de signo contrario es el camino más corto para que una causa se convierta en una batalla.

Hay un ejemplo que suelo usar: si Arnaldo Otegi actuase o hablase de manera hiriente a las víctimas (de nuevo, perdón por el pleonasmo), la inmensa mayoría de ellas le criticaría a través de todos los medios a su alcance. También podría darse que una, dos o 20 víctimas de ETA defendiesen, en tribunas, manifiestos o en el bar, que no consideran inoportunas esas supuestas actitudes. Ahora imaginen que a esas víctimas, más allá de la legítima discrepancia, se las atacase, insultase, negase la propia condición de víctima e incluso usasen contra ellas el mismo lenguaje y formas que se critica al supuesto agresor inicial: Otegi. No hace falta imaginar demasiado porque ya ha pasado algo parecido, y también ocurre con todas las ideas que en 2018 se quieren hacer universales a través del absolutismo.

Existe algo más importante que tener razón: respetar. Nunca me van a convencer de que aceptando la convivencia y sus reglas la gente no pueda hacer y opinar lo que le dé la maldita gana.




jueves, 15 de febrero de 2018

Real Madrid – PSG: Hogar, dulce hogar

Para el Real Madrid, la Champions es girar la llave en la cerradura de casa y poner un pie en el recibidor. Es un niño gritando ¡casa! cuando toca un árbol a la carrera antes de que le atrapen. El hogar, ay, qué bien se está en el sofá. Una casa que no siempre está en calma, pero paz no es sinónimo de prosperidad. Manchar la alfombra o romper la vajilla también es ser feliz, como reñir o perder.

Que el Madrí es humano se ve en que, como todos, se enmascara en el día a día. Así, este año se está haciendo pasar por un equipo cansado, sin ganas ni orgullo. Ha perfeccionado tanto el arte de la mascarada que ha logrado hacer creer a todo el mundo que Marcelo es lateral. Tan mentira como decir que ayer dominó, si no le metieron cuatro es porque la suerte y la potra también saben dónde está su hogar.

Ayer nada parecía normal ya incluso desde la convocatoria para recibir al equipo. Es cierto que en invierno, cuando el horario Champions es nocturno, el show es más bonito que en mayo, pero la idea de que en octavos de final, una ronda donde se debería ser más burócrata que Superman, se apele a la épica me resulta contraria al propio concepto de Real Madrid. Pero este año el pueblo necesita emociones, y la Champions es su única droga. Tampoco parecía normal prescindir de Bale y confiar de inicio en el niño Jesús del Bernabéu, y menos normal parecía que el Madrid presionase hasta el área de Areola.

Por lo que ha enseñado durante el año, del Madrid se esperaba que fuese inane y poco eficaz. Así fue. La famosa pegada blanca se tradujo en un mano a mano fallido y en robo con disparo precipitado a la grada donde estaban los aficionados del PSG. Para seguir con el guion de 2018, llegar a la portería de Keylor Navas parecía más sencillo que parar un taxi. Tan fácil era que sucedió, y el 0-1 no se arregló hasta que Cristiano hizo de mejor tirador de penaltis del mundo. La segunda mitad daba miedo hasta de lejos por recordar a la del Barcelona. Que el PSG no marcase sólo se puede explicar si eres gallego o crees en lo sobrenatural.

Entonces salió Asensio, al que el público del Bernabéu no jalea como a Isco, Isco, y se puso a correr y a crear espacios sobre un carril. El segundo balón que tocó lo puso donde siempre estaba Raúl y se encontró con la rodilla de Cristiano, del que quiero creer que la puso a propósito. Sea o no, sólo espero que si este año es la Trecena se conserve la rótula incorrupta de Ronaldo junto a la Copa.

El tercer gol fue algo tan natural como abrir el frigo y coger una cerveza. Otra vez Asensio, su pierna izquierda y un balón al área. Otra vez gol. Estar de sí o no es un estado de ánimo y ayer, San Valentín, el Madrí dijo «sí, quiero» y renovó sus votos con Europa, su casa. Es un hogar lleno de amor. 





miércoles, 7 de febrero de 2018

Ver la Super Bowl

Mi fuerza de voluntad se terminó el día que dejé de fumar, así que cada vez que un amigo, y a veces un conocido, habla de tomar cañas es casi imposible decir que no. Hay ciertas modas que no sigo no por fingida superioridad o un mal entendido concepto de elitismo, sino por simple desconocimiento. Sumar vicios aleatorios es mi forma de dejar el tabaco y ni siquiera tienen por qué gustarme.

El último en el que he caído ha sido la Super Bowl. En casa, en chándal y con un póster de Nueva York como única referencia a América a mi alrededor me pregunté cómo de buena sería esa mierda que tan enganchado tiene a tanta gente de, otro vicio, mis redes sociales. No hubo épica ni romanticismo deportivo en el relato -eso lo escribiría Iñako-, sólo aséptica curiosidad. Poner la Super Bowl se parecía más a un trámite burocrático que a un deseo intencional, pero un día es un día así que me consentí un capricho en algo que ni me iba ni me venía. Justo en eso estaba el lujo.

Creí conveniente elegir equipo. Apoyar al débil era demasiado condescendiente pero tampoco se me ocurría otra forma de elección hasta que vi una cara conocida. Uno de los que iba a jugar me sonaba, no por su nombre o sus logros profesionales, sino por su estado civil. Elegí con quién ir basándome en que ese tipo al que enfocaban es el marido de Gisele Bündchen.

A las 0.30 comprendí a los que no entienden un fuera de juego y te piden que se lo expliques despacio. Los narradores despachaban elementos básicos del partido con un aire de irrelevancia que chocaba con la importancia que yo le veía. Comencé a ignorar lo que ellos ignoraban, como la cuenta atrás del reloj antes de poner el balón en juego (al principio me angustiaba), y a tensar los músculos y esperar con ansia cómo terminaría un balón que volaba largo. Lo menos importante resultaba ser lo más relevante como los pañuelos amarillos para señalar faltas o los antebrazos-tablet de los dos quarterbacks, que supongo incluían jugadas u órdenes, pero nunca lo explicaron.

Cuatro horas duró este chute que tiene algo de miembro de sociedad secreta. Esta jugada y lo dejo. Tres o cuatro veces lo pensé y tres o cuatro veces acepté una dosis más. Me retenía en el sofá la duda de qué pasaría una vez apagase la televisión, tenía la intención de no perderme algo histórico aunque ni yo supiese qué podía ser histórico.

Lo que más me aburrió fue la actuación del descanso, ese espectáculo que conocemos con antelación hasta los que no conocemos la Super Bowl. Mi novia, con más sueño que sorpresa, apareció por la puerta del pasillo para preguntar si seguía con aquella locura. Se volvió a la cama renegando de mí. Al rato llegué yo, más despierto que cuando empezó el partido, y tuve que contenerme para no despertarla e informar de nuestra (a esas alturas ya era parte de mí) derrota en la Super Bowl. Mientras intentaba acostarme sin hacer ruido pensé en eso de quedarte despierto hasta las 4.30 para ver un partido de un deporte que no sigues y que a duras penas comprendes. Menuda tontería, el año que viene ni enciendo la tele. Una y no más. Si además yo controlo y puedo dejarlo cuando quiera.





martes, 30 de enero de 2018

Phil es catalán

De tanto crear días históricos en el calendario se va a conseguir que lo excepcional sea salir a la calle a comprar el pan. El verdadero iconoclasta catalán no es el que recorta y pincha un lazo amarillo en la solapa, sino el que se atreve a hablar del tiempo en el ascensor.

Para cada momento épico del procés existe un suspiro de tedio y una analogía con Bill Murray y su marmota. Es lógico. Si los nacionalistas no quieren ser originales en su devenir no veo razón para que los cronistas sí lo tengan que ser. Lo ridículo es, precisamente, creer que una acción repetida 100 veces produce 100 consecuencias distintas.

No recuerdo el final de Atrapado en el tiempo y desconozco el desenlace de Puigdemont y los chicos tristes, aunque lo bueno de las comedias, ya sean fantásticas o norteamericanas, es que son previsibles: todas terminan con la marmota en su agujero. Si Puigdemont fuese documental de La 2, su cortejo sería el más anodino, largo e inocuo de todo el reino animal. Un ni contigo ni sin ti tan coñazo que más que en hecho diferencial le emparienta con un paisano de Guitiriz.

La ilusión de novedad diaria en la que viven los estelados es, en el fondo, un absurdo bucle que aguantamos más cansados que enfadados los que, sin luz de gas que nos nuble, vemos que se trata del mismo maldito día. Vivimos la eternidad engolada nacionalista con la misma desgana que Bill Murray anuncia el fin del invierno una y otra vez; con el automatismo que emplea ese leridano que mira el techo del ascensor para decirle al vecino que parece que va a llover.

Sin contar al propio Bill Murray, el otro damnificado de que todos los días sean el mismo es la marmota. Phil -así se llama el animal- tiene sus costumbres. En este caso condición obliga y su mayor preocupación es dormir, que es una de las más felices rutinas que se puede tener. La marmota soporta que la despierten un día para hacer el paripé de momento histórico, pero acaba hasta las narices si cada mañana la arrastran fuera de su casa, la manosean por las patas y la enseñan como si fuese Simba en El Rey León.

Soñará con los días en que salía de su cueva no para manifestarse en favor de las marmotas encarceladas por el simple hecho de ser marmotas -las pobres-, sino para comprar el pan. El anhelo de lo cotidiano es la revuelta de la gente corriente.




jueves, 25 de enero de 2018

Dejar de fumar

Abandonar algo es una forma como otra cualquiera de hacerlo inmortal. Tal vez la mejor. Aunque no se vaya con camisa y pantalón vaquero no hay nada más melancólico que pensar en lo que se deja atrás. Fumar nunca fue más que una rebeldía insana, un acto de pretenciosa vanidad de patio de colegio.

Verano en enero, esa es la sensación melancólica a la que me lleva pensar en tabaco al cumplir un año en el que sólo uso mecheros para encender velas. Por supuesto se trata de una ilusión ficticia porque las trampas de la memoria consisten en convertir en buenas chicas los quistes de pulmón; la realidad pocas veces corresponde con el recuerdo.

Fumar hizo que toser sea parte de mi personalidad y por eso hoy sigo carraspeando. Me reconocen -y me reconozco- en esa tos a veces forzada que ni merece tal nombre. A lo mejor todo lo que ha pasado mientras he dejado de fumar no hubiese sucedido si siguiese encendiendo cigarrillos, aunque siempre he sido escéptico con lo que tiene que ver con las casualidades y las correlaciones, y sólo me diferencia de aquel fumador unos cinco kilos, la tos y los bordes de los bolsillos del pantalón, que ya no tienen esas pequeñas marcas blancas rectangulares que los adornaban y que coincidían con los picos del paquete de Marlboro.

Un fumador que no fuma es como un delantero sin gol o un pirata sin parche. Pero mientras que el delantero se cura marcando y el pirata se puede hacer sacar un ojo en cualquier pelea, la única salvación del fumador está en la gramática. Nunca antes había tenido al prefijo ex en tan alta consideración, incluso a pesar de no considerarme ex fumador, estatus utópico. No miro combinando odio y asco a cualquier fumador, y si no me enciendo ahora mismo un cigarro es porque el dejar de fumar te recuerda que existe un orgullo bueno. Un fumador que no fuma no es ni un vencedor ni un vencido, sólo es una persona que reconoce que si de delantero no marca goles es posible que siempre haya sido mejor portero.