Seamos sinceros para empezar: la
infelicidad tiene más fama que la ñoña de su hermana bonita. A los genios,
signifique lo que tenga que significar eso, uno los supone creando perdidos en
una niebla de humo de tabaco, cabizbajos, con los dedos índices apretándose la
sien, renegados y renegando de todo con los vicios que cada uno se pueda
permitir. Nadie los cree felices, levantándose de la cama de un salto con una
sonrisa, saludando a los vecinos al coincidir y riendo a carcajadas con una
comedia cualquiera.
Dibujamos como interesante al que
se oculta y recela, mientras que a los felices les damos por pizpiretos soñadores,
con una levedad de pensamiento que los incapacita para tomarlos en serio.
Esto, por supuesto, es una gran
gilipollez.
La felicidad es tan contagiosa
como el virus más odioso, pero lo peor es ver cómo nos cuidamos muy mucho para no
ser infectados. Nos da pánico ser
felices y huimos de quien lo es, no vaya a ser. Por suerte existen personas que
te inoculan su alegría con una naturalidad tan envolvente que querrías estar
siempre ahí y dejarte hacer.
A veces uno llega a ser feliz tan
rápido como lo que tarda en cruzar la puerta de una taberna artesana, escuchar un «¡qué
guay!» sincero mientras te miran a los ojos con una sonrisa y te apoyan una
mano en la espalda. Si alguno conoce Verdejo, lo sabe.
No hay una receta para ser
natural; para sentirte bien, querido y en casa. Supongo que ayude la cocina;
los escabeches, claro, pero esto no va de platos, sino de personas. Verdejo,
Marian y Carmen son, hablo en presente, un descubrimiento tan positivo como
inesperado para Bea y para mí. Son parte de nuestra historia, ellas lo saben. Las
querremos siempre por ello.
Si la primera vez que comes en
Verdejo te vas pensando que, aunque no caigas en ese momento, debes conocerlas
de algo –tanta complicidad en el trato no puede ser gratuito, dices–; en el (pen)último
regreso te da casi igual la cena mientras puedas pasar con ellas ese rato. Te
han engañado, no lo has visto venir y ¡zas! Te han quitado con dos frases y una
sonrisa tu pose de chulo.
Es posible que en realidad Verdejo,
Marian y Carmen no te inyecten nada ni te hagan más feliz de lo que eras, sino que simplemente (a cuántas cosas sabe este simplemente) te lo emplatan y te lo enseñan. Con ellas no te importa ser vulnerable, mostrarte feliz ni que quien pase por la calle te crea pizpireto, leve de actuación y
pensamiento y algo ingenuo porque te lo pasas de puta madre.
Ayer, un accidente de moto se
llevó a Carmen, gran maestra de la felicidad. Es curioso cómo ha calado tanto
en tan poco tiempo y cómo la considero propia sin ser de mi círculo cercano; hay que
tener cojones para lograrlo, por eso hoy duele muchísimo su adiós. No sé qué
habrá después, pero donde sea ya estará mirando a los ojos de alguien, subiendo
y bajando la cabeza para reafirmar la atención en lo que le dicen y terminando
la conversación con su timbre agudo: «¡Uau, tío! ¡Qué guay!».