martes, 30 de enero de 2018

Phil es catalán

De tanto crear días históricos en el calendario se va a conseguir que lo excepcional sea salir a la calle a comprar el pan. El verdadero iconoclasta catalán no es el que recorta y pincha un lazo amarillo en la solapa, sino el que se atreve a hablar del tiempo en el ascensor.

Para cada momento épico del procés existe un suspiro de tedio y una analogía con Bill Murray y su marmota. Es lógico. Si los nacionalistas no quieren ser originales en su devenir no veo razón para que los cronistas sí lo tengan que ser. Lo ridículo es, precisamente, creer que una acción repetida 100 veces produce 100 consecuencias distintas.

No recuerdo el final de Atrapado en el tiempo y desconozco el desenlace de Puigdemont y los chicos tristes, aunque lo bueno de las comedias, ya sean fantásticas o norteamericanas, es que son previsibles: todas terminan con la marmota en su agujero. Si Puigdemont fuese documental de La 2, su cortejo sería el más anodino, largo e inocuo de todo el reino animal. Un ni contigo ni sin ti tan coñazo que más que en hecho diferencial le emparienta con un paisano de Guitiriz.

La ilusión de novedad diaria en la que viven los estelados es, en el fondo, un absurdo bucle que aguantamos más cansados que enfadados los que, sin luz de gas que nos nuble, vemos que se trata del mismo maldito día. Vivimos la eternidad engolada nacionalista con la misma desgana que Bill Murray anuncia el fin del invierno una y otra vez; con el automatismo que emplea ese leridano que mira el techo del ascensor para decirle al vecino que parece que va a llover.

Sin contar al propio Bill Murray, el otro damnificado de que todos los días sean el mismo es la marmota. Phil -así se llama el animal- tiene sus costumbres. En este caso condición obliga y su mayor preocupación es dormir, que es una de las más felices rutinas que se puede tener. La marmota soporta que la despierten un día para hacer el paripé de momento histórico, pero acaba hasta las narices si cada mañana la arrastran fuera de su casa, la manosean por las patas y la enseñan como si fuese Simba en El Rey León.

Soñará con los días en que salía de su cueva no para manifestarse en favor de las marmotas encarceladas por el simple hecho de ser marmotas -las pobres-, sino para comprar el pan. El anhelo de lo cotidiano es la revuelta de la gente corriente.




jueves, 25 de enero de 2018

Dejar de fumar

Abandonar algo es una forma como otra cualquiera de hacerlo inmortal. Tal vez la mejor. Aunque no se vaya con camisa y pantalón vaquero no hay nada más melancólico que pensar en lo que se deja atrás. Fumar nunca fue más que una rebeldía insana, un acto de pretenciosa vanidad de patio de colegio.

Verano en enero, esa es la sensación melancólica a la que me lleva pensar en tabaco al cumplir un año en el que sólo uso mecheros para encender velas. Por supuesto se trata de una ilusión ficticia porque las trampas de la memoria consisten en convertir en buenas chicas los quistes de pulmón; la realidad pocas veces corresponde con el recuerdo.

Fumar hizo que toser sea parte de mi personalidad y por eso hoy sigo carraspeando. Me reconocen -y me reconozco- en esa tos a veces forzada que ni merece tal nombre. A lo mejor todo lo que ha pasado mientras he dejado de fumar no hubiese sucedido si siguiese encendiendo cigarrillos, aunque siempre he sido escéptico con lo que tiene que ver con las casualidades y las correlaciones, y sólo me diferencia de aquel fumador unos cinco kilos, la tos y los bordes de los bolsillos del pantalón, que ya no tienen esas pequeñas marcas blancas rectangulares que los adornaban y que coincidían con los picos del paquete de Marlboro.

Un fumador que no fuma es como un delantero sin gol o un pirata sin parche. Pero mientras que el delantero se cura marcando y el pirata se puede hacer sacar un ojo en cualquier pelea, la única salvación del fumador está en la gramática. Nunca antes había tenido al prefijo ex en tan alta consideración, incluso a pesar de no considerarme ex fumador, estatus utópico. No miro combinando odio y asco a cualquier fumador, y si no me enciendo ahora mismo un cigarro es porque el dejar de fumar te recuerda que existe un orgullo bueno. Un fumador que no fuma no es ni un vencedor ni un vencido, sólo es una persona que reconoce que si de delantero no marca goles es posible que siempre haya sido mejor portero.