En vísperas de tu cumpleaños estás
sentado en el bar y te fijas en el vaso casi vacío que tienes delante. Los
hielos tan líquidos ya como el whisky que están suavizando y que hace 15
minutos te ha servido Fernando, que dos meses después del infarto ahí está, con
su «¡hombre! ¿qué pasa?»
y su andar de pasitos cortos y rápidos. Es tu último trago de whisky antes de
los 30, y lo encaras encogiendo los hombros y tragando de golpe porque total,
el siguiente será el primero.
Los 18 de marzo me levanto, pongo
Cuando fuimos los mejores e inclino
la cabeza, solemne, cuando Loquillo llega a «mi
juventud se suicidaba». Loquillo es un gran tipo al
que, por suerte, no conozco. Cuando tienes que elegir entre mantenerle en su
estantería o etiquetarle con certezas te quedas con la distancia, no vaya a
joder una bonita rutina de cumpleaños.
Uno llega a los 30 como surgen
las cosas buenas y los peores errores, sin querer. Incluso a veces, por azar y
suerte, cosa buena y error son lo mismo. Cumplir 30 se parece a leer esquelas. Son
cosas que haces por inercia, por seguir un orden, mientras te preguntas qué
encontrarás ahí y con la convicción de que, por el momento, mejor no ser uno de
ellos.
Ahora me preguntan por mi vida,
imaginando que lo más maduro que he hecho es regar una planta, y cuando lo
hacen, contesto con lo mejor que he hecho hasta ahora: irme a vivir con Bea.
Aunque he descubierto, no sin sorpresa, que convivir con tu novia no es un
todo, sino un casi todo; y en ese casi
entran infinidad de cosas, quizá demasiadas. Pero tenemos un pacto, mientras
ella trata de instruirme (gracias), yo logro que se me olvide (lo siento).
Uno de los mayores fallos en los
que caemos al cumplir años es el de compararnos con nuestro padre. «Él, a mi edad», piensas. Pues él
llevaba 12 años de tajo, dos hijos y gastaba bigote; y tú consigues que
sobrevivan tres cactus de la cocina porque es tu novia la que se encarga de
ellos y tienes barba por pereza. Empate.
Crecer es no sentirse culpable al
pedir una copa entre semana. Antes lo hacías, pero con pretensión de rebelde. Ahora
te la bebes con sincera indiferencia. Ya no hay copas de más, quizá alguna copa
fallida, pero en el campo del error las copas son lo de menos. Por cierto, que
30 años de fallos sin haber justificado ninguno diciendo no es lo que parece se me antojan escasos, pero ese es otro tema.
Nunca fui de grandes metas. Amor,
ser periodista y un ático en la Plaza de la Independencia con vistas al Retiro
y el Porsche en el garaje son suficientes ambiciones para mí. Van dos de cuatro
y no me rindo. De momento, haciendo muchas cosas mal me han ido las cosas bien.
A veces te conformas con acertar de casualidad; con que tus amigos se reúnan
para beber por ti (halagador, sobre todo porque ellos no buscan excusas para
eso); con saber hacerle ver a Bea que estás ahí; que el Depor te fastidie los
domingos justos; que tus padres y hermano, con 30 como con 12, te sigan
salvando; y esperar que siempre haya una hoja, digital o física, que te dejen
llenar a cambio de unos euros con los que invitaros a una copa.