miércoles, 13 de septiembre de 2017

Un tóner para Rufián

No te rías que es peor era un programa televisivo en el que el concursante debía no romper a carcajadas ante las bromas de cómicos profesionales. Sobre todo era, según la definición que ha dado hoy la vicepresidenta en el Congreso, democrático.

Las actuaciones pedagógicas son patente de la Soraya Sáenz de Santamaría parlamentaria, que además juega en el terreno que quiera el rival. Lo mismo da que sea en un campo de erudición léxica o en el de la imitación del programa que hizo famoso a Pedro Reyes y Marianico 'el Corto'. Ella hace de concursante seria mientras calificaba todo como “circo” y señalaba al culpable. En un Barrio Sésamo con taquígrafas, Soraya ha explicado lo que es democrático y lo que no a un parlamentario que cargaba con una impresora. La imagen daba cierta sensación de mudanza a medias; como si a Gabriel Rufián le hubiesen avisado de que tenía que hablar mientras llenaba el coche con sus trastos rumbo a una Cataluña que no existe.

El Congreso de los Diputados es democracia; el Parlament, no. El discurso en libertad de Rufián en la Cámara es democracia; en Cataluña acallan al discrepante. Aquí sí, allí no; etcétera. La vicepresidenta ha jugado a las parejas peleadas hasta resumir que democrático es todo lo que acepta las normas del juego. Democrático eres tú.

Entre tanto, Podemos ha pedido la comparecencia de Rajoy para que explique su postura ante lo que va a pasar tras el referéndum. Es improbable que el presidente, que no acostumbra hablar de lo que hace, lo vaya a hacer precisamente de lo que no le entra en la cabeza que suceda. Pedir cuentas de algo que no ha pasado cuadra con la actitud de su portavoz, que cree posible tirar y empujar a la vez de una puerta.

Como todo lo que sale de los líderes es aplaudido por sus fieles, para valorar la idea de Podemos hay que mirar a sus socios habituales. Y el PSOE ha negado con la cabeza. Cualquiera diría, por su defensa de la unidad, que han comprendido lo que ayer escribía Gistau, que el objetivo de Podemos es acabar con el PP, sea cual sea el destrozo que conlleve. Si para eso hay que debilitar el Estado, sea.

Rivera, por su parte, sonrió como el niño que pide algo a sus padres y escucha «ya veremos». Él quiere creer que es un sí cuando las experiencias pasadas se inclinan al no. Pidió a Rajoy un debate «de verdad» para reformar la Constitución, con juristas y estudios previos, y el presidente no dijo que no, y menos aún que sí. A lo mejor, se intuyó entre sus labios. Dejó claro que ese tema, si toca, es una vez pase el primero de octubre.

Mientras Rufián terminaba de cargar el coche y buscaba el tóner y la gracia en su Samsung, una nostalgia noventera recorría el Congreso. El Gobierno desbloquearía antes una proposición para reponer el programa de humor que una reforma cualquiera. Al menos en la tele los chistes los hacían profesionales.

Sobre Chechu

Una de las muestras de afecto más sinceras que suelo tener hacia alguien es recordar su nombre. Por lógica, además, es de las primeras que hago. No recuerdo el día que memoricé el nombre de Josechu, éramos unos canijos de guardería; ni tampoco cuándo pasó a ser Chechu por economía del lenguaje. Sí recuerdo que siempre consideré una pérdida de tiempo innecesaria -en las necesarias es curioso recordar cómo también es protagonista- que nos recordase que se llama José Ignacio.

Cuando camina -brazos caídos y cabeza como un péndulo, de izquierda a derecha- le bailan las muñecas y las manos se le ven algo flojas. Colgadas como si se hubiese olvidado de que están ahí. Despistado como es. Al principio desespera, pero al decimoquinto año de convivencia uno empieza a acostumbrarse. Mientras su cuerpo se mueve así, su cara sonríe. Es su estado natural. No sé si será la más bonita, pero sí es la sonrisa que más trabajo tiene de cuantas conozco.

En número de brazos Chechu es igual que cualquiera, pero hay que ser muy especial para conseguir en vida lo que algunos no consiguen ni enterrados: que digan de ti que eres el mejor amigo de tus amigos. Chechu es un tópico, que es una de las cosas más difíciles de conseguir. Ser ese al que acudir, desprendido, atento y sencillo es una tarea tan poco agradecida que hay que ser buena persona. Demasiado duro para cualquiera, un día más para Chechu. Da miedo comprobar cómo de natural es para él hacer algo bueno por los demás. A veces hay quien lo ha confundido con ingenuidad y nos ha tocado a otros ser Chechu para Chechu. Golpeado, el resentimiento nunca le ha movido aunque haya tenido en este amigo a un consejero que le ha intentado hacer comprender que la venganza mueve el mundo tanto o más que el amor. Un mundo lleno de chechus sería un coñazo, pero sin él sería una puta mierda.

Que Rocío ahora sea su mujer sólo atiende a lo magnífica que también es. Ella, además, debe haber visto algo parecido a lo que aquí se escribe para atreverse a casarse con él.

Felicidades. A Chechu por los 31 y a ambos por vuestra aventura sin final.






jueves, 24 de agosto de 2017

Gente normal

La normalidad, como regla, es aburrida. Cuando nos educan y los padres preguntaban si no podríamos ser normales lo que querían era invitarnos a abandonar eso que estábamos haciendo y que les ponía rojos de vergüenza. Enseñarnos lo que en alguna universidad impartirán como normas cívicas de comportamiento social. O algo peor.

Estos últimos siete días desde el atentado de Barcelona hemos conocido que los asesinos de las Ramblas y Cambrils tenían amigos y hacían lo que se supone que hace la gente de su edad y de su entorno. Tan normales que eran muy capaces de saludarte en el ascensor.  En retrospectiva pareciese que nadie esperase la cortesía; quizá pensaban que irían por el pueblo exigiendo el califato de Al-Andalus a voces. Es inquietante ver la sorpresa que ha generado enterarse de que los malos no van por ahí alardeando de sus intenciones, sino que te sujetan la puerta y dan las gracias.

Por desgracia para la Guardia Civil, los delincuentes no tienen cuernos y rabo, no son de color rojo ni llevan tridente; más bien disimulan los muy cabrones. Además, del mismo modo que la buena educación no excluye la maldad, ser un cretino no te convierte en criminal. Afirmar, como así lo hace cierto entorno de los yihadistas, que eran unos chicos como todos es, en el mejor de los casos, una autojustificación al descubrir que se ha sido engañado. En el peor, una reacción egocéntrica de culpabilidad. En ambos, una idiotez.

Creer en la bondad de unos terroristas que han matado a 15 personas es no admitir que la mentira existe, y de la misma forma que querer con todas tus fuerzas la paz mundial no la hace real, pensar que eran buenos no significa que lo fuesen. Esos chicos no eran como todos, simplemente fingían serlo. Que colase el embuste entre los vecinos es, precisamente, lo que nos define como sociedad liberal. Porque, sin contar la tertulia y los cotilleos de la jubilada del sexto, ¿dónde si no iban unos chavales a poder hacer su vida normal sin que nadie se meta con sus costumbres? 


lunes, 21 de agosto de 2017

Así no se vale

Las restricciones siempre se han puesto para intentar igualar las cosas. Acortar la ventaja. El fútbol, sin embargo, ignora esta norma y permite al Real Madrid presentarse a disputar los partidos con 11 tipos que saben hacer muy bien aquello que tienen que hacer.

Pepe Mel aseguraba que por él firmaba el empate a cero incluso con huella digital y, al final, firmó un 0-3 ensangrentado porque este Madrid es el abusón que tiraba a trallón en el recreo. La única muesca del Deportivo fue desquiciar a Ramos, tarea no demasiado difícil al principio de cada temporada, cuando Sergio lee los partidos fatal para poder callar a todos más adelante. Los meses del capitán del Madrí son una sucesión de rojas prescindibles hasta que llega mayo y se pone la capa de héroe. Su vida es el triunfo de la rutina.

Mientras Sergio Ramos se convertía en el primer jugador en ser expulsado dos veces en el mismo partido -aunque de la primera saliese vivo-, el Madrid ganaba. Suena sencillo, pero en Coruña no sabemos lo que es eso desde los tiempos de Donato, al que entrevistaron en el descanso y casi nos dan ganas de pedir su vuelta. El Deportivo fue pueril ante el Real, y en partidos donde no juegue contra el matón de la Liga el concepto puede asegurar coraje pero no eficacia, para lo que se necesita a Lucas Pérez.

Mientras se le espera, el Madrid pisó Riazor y se puso 0-2. En el segundo tiempo, con algo de pereza después de 15 minutos, Benzema pinchó un balón en la banda, se la dio en carrera a Isco que sin controlar entregó a Bale que entraba en el área casi sin querer: recorte sobre Mosquera y pase atrás. Gol de Kroos. Un gol de 10 segundos. Una señora detrás de la portería se levantó y elevó los brazos sorprendida de que nadie más en el estadio se estuviese dando cuenta de las artimañas que estaba usando el Real Madrid para vencer. “Así no se vale, juegan de carallo”.




martes, 18 de julio de 2017

El 'porsche' del garaje

Hemos vivido convencidos de que en verano, bicicletas. Así se nos hizo creer y así lo aceptamos; a ver si no quién se lo discutía a Fernán-Gómez. Las vacaciones también tienen sus rutinas y si antes la exhibición era privilegio de unos pocos, hoy las redes sociales permiten a cualquiera posar como Ana Obregón con la ventaja de no tener que ser Ana Obregón.

Estar de vacaciones sin alardear parece una fiesta de Gatsby donde no sirvan champán, como un cigarro que se fuma otro. Presumir es Dominguín saliendo a todo correr a contar que se había acostado con Ava Gardner, pero también una foto de piernas con el mar al fondo subida a Instagram.

Un emisor que presume necesita para existir de un receptor que rechine los dientes. Otra rutina española –y no exclusiva del verano– es, precisamente, envidiar. Puede no ir más allá del deseo de haber querido ser Dominguín o Ava, pero hay otro tipo de envidia que odia y que suele incluir menciones malintencionadas a las madres y explicaciones al porqué ellos sí y nosotros no basadas en la pura suerte o, en casos patológicos, en la lucha de clases.

La mejor forma de presumir es la involuntaria. Sin querer y sin publicidad. El otro día, al entrar al garaje de mi casa, vi que una de las plazas por las que paso antes de llegar a la mía estaba ocupada por un Porsche 911 Carrera nuevo. Tan impecable que hasta el blanco de su matrícula parecía distinto al de cualquier otro coche. Desconozco el dueño, pero si Ava Gardner fuese coche, sería ese.

Tiene a todo el bloque girando la cabeza al pasar por su plaza y no sabemos quién es. El que presume de bronceado en las redes sale del anonimato porque busca la exhibición nominal, tan pública que la crítica viene de serie. La aspiración es el porsche en el garaje y el anonimato en la puerta. Ser sólo un vecino. ¿Será el hombre que saluda raro en el ascensor o el que viste con alpargatas incluso en diciembre? Los envidiosos preguntan qué hay que hacer para conseguir algo así. «Yo quiero ser como él» sin importar quién sea él. Por mi parte, soy demasiado perezoso para dedicarme a la vida delictiva y demasiado periodista como para aspirar al coche del vecino de forma honrada. Eso sí, mis vacaciones empiezan en una semana. Y tengo Instagram.



miércoles, 12 de julio de 2017

Los dos lados de la pancarta

Equivocarse es una forma como otra cualquiera de sobrevivir al día a día. Complicarse la vida a base de errores es motor literario y misticismo vital de perdedor sincero. Sin embargo, hay ocasiones en que fallar es una etiqueta con la que cargar para siempre.

La opción correcta, a veces, es sólo una y no estar en ella te convierte en parte del problema. Han pasado 20 años desde el asesinato de Miguel Ángel Blanco y hemos retrocedido en empatía. Salvo los asesinos, todos estuvimos detrás de la misma pancarta. Salvo los asesinos, todos llamamos hijos de puta a los mismos. Salvo los asesinos, todos éramos Miguel Ángel. A nadie se le ocurrió un pero en el país de las adversativas, una frase equidistante o una comparación sobre el dolor de unos y los usos políticos de otros. Se dejó de comprar una retórica política que ha vuelto dos décadas después disfrazada de nana de hombres de paz y esques en las condenas.

Para criticar al Partido Popular sobran ocasiones, bochornos, motivos e incluso políticos y cronistas que lo hagan. Echarle en cara homenajear la figura de Miguel Ángel Blanco es tan ridículo como acusar al PCE de usar a los abogados de Atocha. Es innegable la militancia política; así como el odio mortal que causó esa filiación. El discurso oficial intenta identificar al Gobierno con una banda vengativa y rencorosa y la gente sólo ve a personas con cara triste delante de la fotografía del hijo, hermano y nieto de todos. Ataques así son los que quieren en Génova.

Equivocarse en esto por no estar de acuerdo con quien capitanea un acto justo y noble -recordar a Miguel Ángel Blanco más allá de lo que Miguel Ángel Blanco es- entristece. En una época en la que todo es motivo de pancarta, bandera y chapa en el ojal los héroes que no pidieron serlo parecen, en el mejor de los casos, algo a superar. En el peor, una molestia.



miércoles, 21 de junio de 2017

Sobre Bea

Tiene la sonrisa llena y aun así le cabe otra risa más. En eso se parece a su armario, siempre rebosante pero nunca completo. Orgullosa, cariñosa y leal riñen en importancia con responsable, ordenada y por qué no decirlo, cabezona. Ella es Bea. Ella es ella.

En el momento de dejar de ser veinteañera se dio contra la esquina mala de la vida, la de las ausencias. El peaje por los queridos, a veces, coincide así. Una mierda. Pero cumplir 30 bien vale una sonrisa, una cena, un viaje. Otro beso. Siempre otro beso.

Cuando me tocó a mí dije que uno llega a los 30 como surgen las cosas buenas, sin querer. Ese sin querer nos juntó. Por suerte el resto es cosa nuestra y tiene que ver con el querer. Cumplir 30 es una anécdota comparado con todo lo que hay encerrado en un “bobo”, en un baile e incluso en un susto. Y tu ceño, que los 30 marcarán, y que es una flecha que señala tu mirada sincera, fija, que no admite gilipolleces pero recibe encantada a quien va de verdad, como un torero. Si das todo no esperas menos.

Todo el universo cabe en tu sonrisa. Hoy tienes 30 años y 4 días. Y los que nos quedan, princesa. Felicidades.

Te quiero, Ti.

Ella


miércoles, 7 de junio de 2017

Sobre mi madre

Adivina sin dedicarse al mentalismo, arregla sin tener una tienda de reparación y sana sin necesidad de haber estudiado una carrera.

Mi madre es una madre. No corras, no bebas mucho, quién es Fulano y un te lo dije siempre en la boca. Siempre es una buena palabra para definir a mi madre. Siempre ahí, aunque no la vieses. Siempre ahí, como el primer día que nos dejaron a Diego y a mí ir solos al colegio. O eso creíamos porque ella, vigilante, se hizo el mismo recorrido desde la acera opuesta. Ahí íbamos un par de mocosos, vestidos de uniforme color gris triste y con mochila a la espalda recorriendo la calle Orense de Madrid. Por fin solos. Por fin mayores. Mi madre nos había ordenado ir de la mano todo el rato y cogidos de la mano fuimos hasta la misma puerta del colegio. Así nos lo había pedido mamá y así lo cumplimos porque todavía no había llegado la época de intentar engañarla. Esa época que todos tenemos y de la que todos nos arrepentimos tarde.

Seguramente saqué de quicio a mi madre más veces de la que merecía y fue injusta conmigo menos de las que le eché en cara rojo de enfado. Así de idiotas somos, pero por suerte mi madre estaba ahí para conducirte. Mi madre es la guía a la que no nos queda más remedio que seguir si no queremos despeñarnos a mi padre, mi hermano y a mí.

Mamá es esa mujer de la mano extendida, tanto para dar un consejo como una galleta. No se cortaba y aunque a ti te doliese físicamente, a ella le iba más adentro el dolor. Nunca la creías de pequeño cuando decía aquello de primero de madre de que le dolía más a ella. Pero seguramente fue así.

Resumir a una madre en un texto es imposible. Una madre es el principio y el final de cualquiera de nosotros. Un orgullo que a veces no sabes expresar aunque te dediques a la palabra y un querer que no cabe en una vida. Beatriz, nunca Bea, cumple hoy 56 años. No es una edad redonda, dirán. ¿Y qué? Lleva más años de vida aguantando a mi hermano y a mí que a su aire. Una vida que nos ha dedicado. Una deuda que nunca pagaremos. Aun así, nos quiere.

Yo, mamá, sólo quería felicitarte hoy. Te quiero.


  


 Mi madre junto a dos cenutrios.

jueves, 9 de marzo de 2017

Dejar de fumar. Trampas.

Hay algo de suicidio en fumar, pero sobre todo en dejar de hacerlo. Renunciar por propia voluntad al complemento perfecto del trío cerveza, terraza y amigos es morir un poco a nivel social. Es amputar parte de tu felicidad porque, fuera caretas, fumar era disfrutar. Conozco a pocos que no quieran dejarlo, pero todavía hay menos que no gocen cuando encienden un cigarro. Maldita pasión. Es un poco Sabina, ese neomachista, en Y sin embargo. El tabaco es un amor de adolescencia que no sabes cómo ha sobrevivido a los años. No tenéis nada en común pero os seguís agarrando la mano al andar por el parque. El porqué no importa.

Cuando más que días ya acumulas semanas, empiezas a contar los cigarros que no has fumado en hipotéticos saludables como cuántos kilómetros serías capaz de correr. Por supuesto es sólo teoría, sigues siendo el mismo vago que fumaba 20 marlboros al día, sólo que con la piel mejor.

Con el tiempo uno aprende a convivir con las trampas. Las cañas de después del trabajo, las del fútbol, el whisky de celebración… Los peligros de vida social son para el ex fumador lo que la Cañada Real al yonqui. Por ser suave, el cigarrillo social es un hijo de la gran puta. Te busca, te tienta, conoce tus debilidades y no dudará en explotarlas. Es una ex rencorosa. Es puro populismo. Tus amigos lo saben y no te abandonan en los malos momentos, por eso fuman y te dejan su tabaco y mechero delante para añadir esa frase con la que pretenderse original o liberal o ambas: «Yo no te voy a dar. Ahora, si coges tú, ya eres mayorcito». Si no te diese tanta pereza cambiar de amigos a estas alturas, ése sería el momento en el que lo harías.

Cuando uno deja de fumar se convierte en un sospechoso constante. Nadie te cree y la condición de ex fumador te deja como como candidato a una recaída.  Siempre se es culpable de haber vuelto hasta que no se demuestre lo contrario. Dejarlo es tan común, tan frase hecha, tan ser otro más que todos dudan de ti. Tienes que aclarar cualquier sospecha que tengan, como por qué tardas tanto en el baño (¿de verdad quieres que te lo explique?). Si te da un ataque de tos, la sentencia es unánime: fumador. No sirve de atenuante que quien te está juzgando sea un grupo de amigos, alrededor de una mesa de bar adornada con vasos semivacíos y con sus bocas echando más humo que el Transiberiano de principios de siglo XX.

La próxima vez, ya que me van a sentenciar a muerte, cogeré el paquete que me pongan en las narices y soltaré aquel chiste pueril y sin gracia del que fui víctima.

¿Sabes cómo fumaba Franco?

- No, sorpréndeme.

Y entonces tirar el paquete de tabaco tan lejos que no pueda llegar de una carrera por culpa de sus pulmones negros a la vez que gritas él no fumaba, gilipollas.

Y ahora tú tampoco.


  

jueves, 19 de enero de 2017

Dejar de fumar. El sentido del humor

Recuerdo que hace años pasé dos semanas en una tensión máxima por culpa del ímpetu del momento oportuno y la poca sangre que en ese momento tenía –teníamos, no era cosa sólo mía- en la cabeza. Durante los 15 días siguientes todo giró en torno a un mismo tema, uno  que siempre llegaba en carrito y con llantos.

El sentido del humor de lo que nos rodea es una de las paradojas más curiosas que hay. El mundo no quiere saber nada de ti salvo si es para descojonarse. En aquellas dos semanas no dejé de ver mujeres embarazadas, madres primerizas con bebés en sus brazos, potitos y películas sobre y con niños. Estoy convencido de que si entonces hubiese puesto La 2, los documentales habrían tratado la fecundidad en el reino animal.

Al confirmarse la falsa alarma las embarazadas abandonaron las aceras de Madrid y los bebés dejaron de ir al parque. No había vuelto a sentir esa sensación hasta ahora. La nicotina, parece, también tiene sentido del humor. Ya os conté que el día que dejé de fumar comencé a leer Falcó, de Pérez-Reverte, y el protagonista es el personaje más fumador que recuerdo. Por la calle hay más fumadores que antes, en las películas todos boquean un humo denso y grisáceo -ahora te fijas en cosas como que tal actor no se traga el humo; lo que, sin duda, le convierte en un embustero derrochador de placer- y hasta Putin, ese ruso que seguro es el inventor del tabaco y el fuego, se toma en serio mi propósito de dejar de fumar y abre periódicos con absurdos sobre el tema.

Veo fumadores incluso allá donde no voy. En mi casa te crees a salvo porque Bea, en labor humanitaria, se esconde para fumar. Pero yo, creyéndome un pirata pero sabiendo que sin patente de corso, miro sus colillas en el cenicero con nostalgia de otros tiempos.

Según una aplicación en el móvil he ahorrado ya no sé cuánto dinero. Según mi madre, estoy más guapo; y según la báscula, lo que he ganado son cuatro kilos. Sí noto que ya aguanto la mirada a un fumador sin desear ser él; tampoco rastreo el olor a tabaco como el mejor sabueso policial. Quizá esto sea madurar y, como la muerte, era simplemente responder al cuándo. Pero de vez en cuando, mi Peter Pan piensa que tampoco habría sido tan malo vivir en un eterno y pueril país de fumadores.


  

lunes, 16 de enero de 2017

Dejar de fumar. Sobre piedras y whisky

Ser adicto tiene mucho de actitud infantil. Del mismo modo que el niño puede llegar a hacer algo que le perjudica sólo porque sabe que va a molestar (normalmente a los padres), uno que echa de menos fumar puede mandar todo a tomar por culo y encenderse un cigarro para fastidiar a alguien. A lo mejor quieres joder a alguien que ni te conoce, pero qué más da.

En la búsqueda de culpables sobre los que cargar una posible recaída vale cualquiera; desde tu equipo de fútbol hasta ese imbécil que se saltó el ceda al paso. Después de una semana sigo dándole vueltas a lo que significa dejar de fumar. Antes me visteis  místico (aquí y acá), pero el fin de semana me ha hecho bajar al barro.

Dejar de fumar es una mierda. No por nada, pero cualquier cosa que implique dejar algo que antes hacías por propia voluntad es una putada. Hago algo porque quiero y ahora ya no. El fin de semana sales de casa con la sana intención de tomarte una cerveza y diez whiskys y vuelves con la destrucción sin terminar si no te has fumado hasta el sombrero del cowboy de Marlboro.

Siguiendo con las actitudes infantiles, recuerdo cuando los profesores te invitaban a no copiar argumentando que en el fondo te engañabas a ti mismo. Como cuando el viernes y el domingo fumas y dices que no lo contarás. El whisky preguntó por su amigo y el amigo se asomó para putear. La tentación enseñó la maldita zarpa y la debilidad hizo el resto. Fumé. Alguien escribió que cuando todo va bien es que falta poco para que vaya mal. Tempestades y calmas y los fines de semana, fuera de la rutina, con sus cervezas, sus quedadas y sus mierdas llenan mi cabeza (y ayer también los pulmones) de humo.

Fumé, como digo. No sé si esto lleva el marcador a cero o es sólo una hostia con una leve contusión. Si de algo vale, yo no digo que he dejado de fumar sino que lo estoy dejando. Es casi igual pero en los matices está el demonio. Si lo nuestro como especie es tropezar en la misma piedra dos o dos mil veces, a mí me apetece aprovecharlo para rascar la piedra y encender un cigarrillo con esa chispa.


  

jueves, 12 de enero de 2017

Dejar de fumar. Huir no es de cobardes

Dejar el tabaco es escapar. Huir del hábito. De una compañía que, por mucho que te han advertido, querías a tu lado. Como aquella chica. Lealtad no es un apellido, dicen, y hay pocas traiciones más dolorosas que la que se comete al abandonar un cigarro; en el fondo él siempre ha estado ahí. Como mucho, a un bar de distancia. Todas estas intensidades literarias que colocan al tabaco al mismo nivel que un amor perdido duran cinco minutos que se repiten cada tanto. A veces, sobre todo al principio, estos cinco minutos duran hora y media.

En cinco minutos te llamas drogadicto para justificar una posible recaída mientras te encoges de hombros. La naturaleza es la que es y si uno es un adicto no queda sino fumar, que diría Darwin. Todo encaja. Después suena el teléfono, o llega un email o contestas un whatsapp, y desaparece todo. Al igual que para los buenos magos, todo se basa en la distracción.

No es raro. Simplemente uno se acuerda de que ya no fuma cuando no tiene otra cosa que hacer. A la pregunta «¿qué hago ahora?» un fumador siempre responde encendiendo un cigarro. Te hace parecer ocupado. El abismo del ex fumador es saber qué hacer con esa nada que antes llenaba con un pitillo.

Dos días después de entregarme a mi fuerza de voluntad, los episodios de darwinismo drogata siguen apareciendo, aunque reducidos. El instinto sigue ahí; y si aparece un martes, un miércoles o un jueves uno se va automáticamente a la pregunta de qué no pasará el fin de semana. Cuando el whisky pregunta dónde está su amigo.

Ya dije que dejar de fumar es, sobre todo, todo lo demás. Es así porque fumar no es encender un cigarro, aspirarlo y tirar una colilla. Fumar es también dónde, quién, cómo. Fumar es lo demás. Dejarlo ir es duro, sobre todo el dónde y el quién. Para mí, el dónde es mi casa y el quién, Bea. Mi novia. Lo cotidiano de llegar a casa y beber una cerveza los dos mientras hablas, criticas, te ríes o estás, así sin más pretensiones, venía con humo de tabaco de serie. El suyo y el mío. Ahora esa niebla de olor duro (y todavía hoy, agradable) ha reducido sus dominios a la cocina. Allí, mientras pasea como Napoleón debió de hacerlo en Elba, sueña con volver a extender su poder más allá del salón mientras yo, más británico, seguiré esperando que llegue Waterloo. Mis Cien Días nada napoleónicos. 


  

miércoles, 11 de enero de 2017

Dejar de fumar. Día 1.

Como la paz en el mundo, dejar de fumar es algo que siempre deben hacer otros. Lo más importante es que el esfuerzo sea mínimo y, si es posible, que no exista en absoluto. Pero hay veces que uno se siente elegido y contribuye activamente a la paz mundial enviando un sms o, si no tiene el teléfono a mano, tirando el Marlboro a la basura.

Al incumplir el principio de que lo hagan los demás mi yo adolescente me miró enfadado, preguntándome cómo cojones pretendía que ligase en el recreo si no era fumando. Me gustaría poder decirle que por mucho humo que trague entre clases, a escondidas en los lavabos, el pitillo es lo único que va a conseguir llevarse a la boca en muchos años.

Los propósitos de Año Nuevo dan tanta pereza que, sin ganas siquiera de enfrentarte a ellos, un año los asumes sin más. Aunque tampoco era cuestión de hacerlo a lo loco, un mínimo margen debía hacer de colchón. Si el dejar de fumar no es inmediato parece que nunca llegará. Así decidí que sería el 9 de enero. Un lunes de mierda en el que se acaban las vacaciones y yo no tendría tabaco a mano.

El lunes más lunes del año empezó conmigo saliendo de casa sin el paquete de tabaco donde llevaba estando desde los 16 años: en el bolsillo izquierdo del pantalón (soy chico de costumbres). El vacío que sentía me llevó a pensar en Djukic un segundo antes de tirar el maldito penalti aquel. Me creí balcánico un rato, el tiempo suficiente para imaginarle angustiado por el peso de perder una Liga pero también el rato justo para pensar que seguro que él se fumó un cigarro esa noche.

Es curioso cómo una decisión son tantas al mismo tiempo. No fumar no es sólo no fumar. Es, sobre todo, todo lo demás. No fumar es no socializar a la puerta de la redacción y dejar de meter la oreja en conversaciones telefónicas de gente de la que no te suena su cara pero resulta que trabaja en tu misma empresa. Hay misterios que ni todos los cigarros del mundo descifrarán nunca.

No fumar significa descubrir que llevas seis años sentado en unas sillas incomodísimas. Durante un pequeño momento te parece raro no haberte fijado antes, pero a lo mejor es la primera vez que estás más de tres horas seguidas sin moverte del sitio. La lucha está ahora entre si es mejor tener espalda o pulmones y, de momento, ganan los pulmones.

De todo eso te das cuenta en una hora. El resto del día es un intento de escribir algo original y tirarlo a la basura de la pena que da. El humo te inspiraba, no hay más. Nunca escribiré nada que merezca la pena. Mi razonamiento se esfuma, la ironía se consume y la sorna no se enciende. Estamos jodidos. Escribir también trataba sobre fumar. Todo va sobre el tabaco excepto el tabaco, que trata de sexo. Si Frank Underwood estuviese aquí.

Cuando no fumas tienes más de todo. Más mala hostia, por ejemplo. Así que cuando llegas a casa y te abres una cerveza no te la acabas porque el instinto te dice lo que va después del trago. Mejor acostarse, si duermes no fumas. Metido en la cama y antes de apagar, crees que estaría bien empezar Falcó, de Reverte. Pensado eso estiras el brazo para agarrarlo. La portada te mete un guantazo. O mejor, te lo da un tipo con la cabeza ladeada, sombrero calado, que protege con sus manos una cerilla mientras se la acerca a la boca con la clara intención de encender el cigarro que tiene entre los labios. En 80 páginas, el hijo de puta de Lorenzo Falcó fuma más que folla. Y qué envidia te da, joder.