martes, 16 de junio de 2020

Madrí

Si de todas las enseñanzas para la historia que nos brinda desinteresadamente Rafael Simancas sólo pudiéramos salvar una, no dudaría en rescatar de la quema la que pronunció este mes de mayo para descubrirnos, no sin asombro, que en España está Madrid.

Sin ella todo sería distinto y me aventuraría a añadir que también peor. En Madrid siempre ha prevalecido el qué por encima del quién, una libertad que disfruta el recién llegado con el exceso de las primeras veces. Madrid es el Churchill de las ciudades, si puedes criticarla es porque la ciudad defendió tu derecho a hacerlo, y lo tolera mientras se fuma un puro eterno y levanta los dedos índice y corazón. Probablemente sería un gesto criticado por una minoría enfurruñada y de los que se quieren hacer perdonar pecados imaginarios, que esgrimirían alguna razón banal para elevarla a causa general; por ejemplo, haber hecho el símbolo de la uve con la palma de la mano hacia dentro.

Hay modas tan atractivas que es difícil no caer en ellas, no digamos si señalan un culpable externo y además estás en campaña electoral. Criticar Madrid ha sido un recurso facilón de ciertos gobernantes durante el estado de alarma, que han criminalizado a los madrileños no ya por lo que hacían sino por lo que pudieran llegar a hacer, actuando como los seres precognitivos de Minority Report y anticipando delitos con sólo identificar un laismo.

Madrid está escrita, descrita y hasta sobreimpresa, pero en el relato costumbrista se suele traspapelar su condición de chivo expiatorio. Isleño, qué duda cabe a estas alturas, era madrileño. Hay ciertas identidades que se realizan existiendo contra otras, lo que ya las define a ellas mismas, y la centralidad de Madrid incuestionable en cuanto a su posición geográfica ofrece un objetivo imaginario muy poderoso pero escasamente real. Tampoco cuentan con la piel tan gruesa que tiene Madrid, inmune ante ciertos desprecios que siempre despacha pidiendo otra caña.

El indicador popular de prosperidad más certero es el de número de madrileños por veraneante, que contribuyen risueños a la doble causa de fomentar la alegría del hostelero al mismo tiempo que genera ceñofruncismo en ciertos naturales del lugar. Hay gobernantes que ayudan con sus declaraciones a crear esa escenografía de western cutre, mandamases que no se identifican con un partido político sino con su partida de nacimiento.

En realidad todo el mundo tiene su Madrid sin necesidad de ser Madrid. Basta identificar un agente externo al que señalar con el dedo y así, los habitantes de la capital de cualquier provincia pasarán a ser culpables de masificar el pueblo y fomentar el alcoholismo entre la juventud rural. La idea suele ser la misma, proteger la identidad del terruño. Cuando todo lo malo que ocurre no es culpa propia, uno vive la ilusión de ser víctima, y ahí empieza un camino peligroso. Lo cierto es que como madrileño nacido en La Coruña, «madrileiro, ni de aquí ni de allí: de los dos», me decía mi abuelo gallego, he ganado mucho más sumando que escogiendo sólo un bando.

Madrid recibe más gente que reproches, así de grande es. Pero si alguien todavía no se siente identificado con alguna calle, parque o bar de Madrid sólo puede ser porque nunca la ha pisado.

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