miércoles, 7 de febrero de 2018

Ver la Super Bowl

Mi fuerza de voluntad se terminó el día que dejé de fumar, así que cada vez que un amigo, y a veces un conocido, habla de tomar cañas es casi imposible decir que no. Hay ciertas modas que no sigo no por fingida superioridad o un mal entendido concepto de elitismo, sino por simple desconocimiento. Sumar vicios aleatorios es mi forma de dejar el tabaco y ni siquiera tienen por qué gustarme.

El último en el que he caído ha sido la Super Bowl. En casa, en chándal y con un póster de Nueva York como única referencia a América a mi alrededor me pregunté cómo de buena sería esa mierda que tan enganchado tiene a tanta gente de, otro vicio, mis redes sociales. No hubo épica ni romanticismo deportivo en el relato -eso lo escribiría Iñako-, sólo aséptica curiosidad. Poner la Super Bowl se parecía más a un trámite burocrático que a un deseo intencional, pero un día es un día así que me consentí un capricho en algo que ni me iba ni me venía. Justo en eso estaba el lujo.

Creí conveniente elegir equipo. Apoyar al débil era demasiado condescendiente pero tampoco se me ocurría otra forma de elección hasta que vi una cara conocida. Uno de los que iba a jugar me sonaba, no por su nombre o sus logros profesionales, sino por su estado civil. Elegí con quién ir basándome en que ese tipo al que enfocaban es el marido de Gisele Bündchen.

A las 0.30 comprendí a los que no entienden un fuera de juego y te piden que se lo expliques despacio. Los narradores despachaban elementos básicos del partido con un aire de irrelevancia que chocaba con la importancia que yo le veía. Comencé a ignorar lo que ellos ignoraban, como la cuenta atrás del reloj antes de poner el balón en juego (al principio me angustiaba), y a tensar los músculos y esperar con ansia cómo terminaría un balón que volaba largo. Lo menos importante resultaba ser lo más relevante como los pañuelos amarillos para señalar faltas o los antebrazos-tablet de los dos quarterbacks, que supongo incluían jugadas u órdenes, pero nunca lo explicaron.

Cuatro horas duró este chute que tiene algo de miembro de sociedad secreta. Esta jugada y lo dejo. Tres o cuatro veces lo pensé y tres o cuatro veces acepté una dosis más. Me retenía en el sofá la duda de qué pasaría una vez apagase la televisión, tenía la intención de no perderme algo histórico aunque ni yo supiese qué podía ser histórico.

Lo que más me aburrió fue la actuación del descanso, ese espectáculo que conocemos con antelación hasta los que no conocemos la Super Bowl. Mi novia, con más sueño que sorpresa, apareció por la puerta del pasillo para preguntar si seguía con aquella locura. Se volvió a la cama renegando de mí. Al rato llegué yo, más despierto que cuando empezó el partido, y tuve que contenerme para no despertarla e informar de nuestra (a esas alturas ya era parte de mí) derrota en la Super Bowl. Mientras intentaba acostarme sin hacer ruido pensé en eso de quedarte despierto hasta las 4.30 para ver un partido de un deporte que no sigues y que a duras penas comprendes. Menuda tontería, el año que viene ni enciendo la tele. Una y no más. Si además yo controlo y puedo dejarlo cuando quiera.





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