jueves, 22 de enero de 2015

Una bonita ilusión

El paso del tiempo es algo que siempre me ha preocupado. En concreto, estoy obsesionado con el que transcurre desde que salgo por la puerta de casa después de cenar hasta que pierdo el control sobre mi tarjeta de crédito. He leído trucos para evitar tirar de plástico cuando te invade la sensación de poder creador sobre todas las cosas, pero nada. Mi cartera, mis normas.

Hay gente mucho peor, no crean. Recuerdo una compañera de universidad que el día que cumplía 22 años se pasó ocho horas bebiendo cerveza en la cafetería de la facultad (como los días que no cumplía 22, por otra parte) jugando la carta victimista y hablando de que, en breves y en un pestañear y dos libros de Coelho, los 60. “Hombre, lo triste sería tener 60 y seguir en la cafetería de la facultad”, mentí. Porque, seamos sinceros, ¿hay mejor plan de vida que tener por objetivo entrar en la universidad con 18 y salir jubilado habiéndote bebido la cerveza de tres generaciones? Es probable que no. Mentí, decía, por hacer que se sintiese joven porque básicamente lo era. Por entonces -como ahora- no solía acertar con las palabras a las mujeres y tras ser el centro de atención de la cafetería, y de recibir salivazos cada vez que pronunciaba muy fuerte la pé, decidí no volver a felicitar sus cumpleaños. No lo cumplí porque así soy yo, si digo que haré algo es prueba suficiente de que quizá no lo haga. A los años me llené de valor y solté “te acompaño en el sentimiento”. Me pasé el videojuego.

No volví a ver a nadie tan preocupado por el paso del tiempo hasta que descubrí que donde trabajo se organizan partidos de fútbol los martes y jueves. Padres, cuarentones, calvos e incluso el completo: padres cuarentones calvos, se apuntan con devoción para compartir campo con la cantera, representada en becarios y precarios, y engañar a la edad. O eso creen. “Soy joven, aún me pongo mi camiseta del Real Madrid (la de la Séptima, claro) y toco el balón con el entusiasmo de un niño en el parque”. Es enternecedor apuntarse de vez en cuando y verles con el brillo en los ojos y sudando. Durante cinco minutos se codean con los jóvenes e incluso marcan algún gol que celebran como aprendieron de sus ídolos: salto vertical y brazos al cielo (les ha venido a la mente la imagen de Di Stefano, ¿verdad?).

Existen luchas épicas en la historia: Troya contra Aqueo, capitán Ahab contra Moby Dick, Vegeta contra Freezer o un padre de familia contra sí mismo en un campo de fútbol. Les ves decaer, engañándose con la mentira de que el fútbol es posición y nada más. Llega un punto, siempre llega, en el que desisten. Saben que han perdido la batalla y dejan la bonita ilusión de ser Zidane rejuvenecido y se abandonan. Adivinar el cuándo es sencillo: es en el momento exacto que se encaminan a su propia área para ponerse de portero. Incluso ahí intentan un último autoengaño a la desesperada: “Sal un rato a jugar, que llevas mucho tiempo de portero y te vas a aburrir”.

Entonces se quedan allí, bajo palos, en la soledad del guardameta y de los años, recordando que no hace tanto (o sí) ser portero era una humillación sólo comparable a ser el último en ser elegido durante el recreo del colegio. Cuando termina el partido vuelven a la redacción y allí, donde el paso del tiempo es una ventaja, piensan en la ilusión de juventud que disfrutan durante una hora, dos días a la semana.



martes, 20 de enero de 2015

De filias y fobias

Hay una diferencia entre usted, lector, y un amigo (suponiendo que no sea un amigo y lector): usted me importa menos. No en el aspecto editorial, ya que mis amigos no suelen leerme y cuando lo hacen es para criticar, pero sí en el personal. Todos tenemos distinto rasero para la misma acción en distintas personas.

Esto, razonable en el ámbito personal, es lo que un gran número de gente hace en su día a día. Si Susana Díaz se apunta a un curso, es una choriza; pero si Rajoy no se entera de qué pasa en su partido, le engañaron. Al pobre. Si a un tipo le condenan a un año de prisión por robar unas gallinas es desproporcionado (sin antecedentes ni entraría en la cárcel), pero si otro, por quien es, lleva 19 meses en prisión a la espera de juicio nos da igual. Claro que si decimos que ese hombre que lleva año y medio en prisión provisional se llama Luis y el presidente del Gobierno le mandaba sms pidiéndole fortaleza, la cosa cambia. Los hechos dejan de ser objetivos y se comienza a pensar con el estómago.

La diferencia entre los legalistas y los que razonan con ideologías -si es que esto es posible- es que mientras los primeros quieren que exista la misma seguridad jurídica para todos, los segundos se convierten en gallegos: depende. Si es amigo, pobre hombre; si es un cabrón con pintas y abrigo de Al Capone, lo tenía merecido. Algunos de los que defienden libertades civiles son los que ven conspiraciones en el hecho de que un tipo pueda salir, bajo fianza, con la instrucción de su causa cerrada y cumplidos 19 meses en prisión (de los 24 que contempla, en principio, la ley).

La Justicia es ciega, o debería, y la gente olvida que los togados no deben diferenciar cuando es alguien al que se odia o se ama. Yo no tengo ni idea de leyes, pero el riego me llega para comprender que un delito es el mismo lo haga Pedro, mi vecino del quinto que siempre da los buenos días, o Luis ‘sé fuerte’. Parece probable que Bárcenas, terminado el juicio, vuelva a Soto del Real. O no, soy periodista, no juez. Pero si vuelve será como condenado. No digo que no sea necesaria la prisión provisional, es obvio que sí, pero un país serio es el que no permite (o, de nuevo, no debería permitir) largas estancias en prisión sin sentencia firme. Y como alguno ha mencionado de manera acertada, cabe recordar que Bárcenas ha pasado 19 meses más en prisión provisional que Pujol o Urdangarin, entre otros.



jueves, 8 de enero de 2015

Sobre la libertad de expresión

Desconfío de la gente que para debatir incluso sobre si la tortilla de patatas mejor con cebolla o sin ella usa esos conceptos que escriben con mayúsculas muy grandes como democracia, estado del bienestar, civilización, derechos humanos… Quizá es un defecto mío, y no creo que lo cambie, pero sí hay un derecho que por el oficio que elegí me llena la boca: la libertad de expresión.

A raíz del ataque a la prensa de tres bastardos en Francia se ha esgrimido este derecho en comparaciones falaces. Había uno que invitaba a los que ayer sentían atacada la libertad que ofrece Europa a callarse cuando Mongolia satirice con la Virgen del Rocío y uno no puede sino preguntarse si matar a 12 personas es lo mismo que criticar, en el tono que sea, un chiste. Cada uno se ríe de lo que le da la gana, y que eso te cueste la vida es una de las mayores tragedias para un país occidental que, lógicamente, pone sus límites con la ley en la mano, no con el Corán o la Biblia.

El peligro de creer que la libertad de expresión es una patente de corso es no aceptar la crítica. Puede que te resbale, cosa admirable para quien lo consiga, pero no es un escudo. –Oye, Manolo, tu broma sobre los molinos de Alcázar de San Juan no tenía ni puñetera gracia, ¿con los de Toledo no te metes, valiente? –¡Eh! No ataques la libertad de expresión que tanta sangre de compañeros míos ha costado en años de ataques a la prensa libre y esbelta.

Para entendernos, la libertad de expresión no consiste en respetar lo que alguien diga, sino respetar y pelear por el derecho a que lo pueda decir. Pero la misma libertad tiene cualquier otro para hacerle ver su disconformidad. Sin echar mano a fusiles de asalto, claro. Es sencillo: uno puede escribir una gran gilipollez, pero la puede escribir. Como este artículo.