jueves, 20 de septiembre de 2012

Puños y brazos

Ser antifranquista no te convierte en demócrata. Lo digo para empezar porque existe una asociación de ideas en ese sentido tan simple que, no podía ser de otra manera, está en el subconsciente de casi todo el mundo.
La muerte de Santiago Carrillo implica que se va el último testigo directo y relevante de la Guerra Civil y de la Transición. Que jugó sus cartas con sádica eficacia soviética antes de, y con calculada tranquilidad y moderación después de. Pero no fue un hombre demócrata al uso, al menos convencido.
“Ha muerto un hombre insustituible en la Transición que vivió hasta el final con lucidez”, dicen de él en lo que todavía no sé si es una pulla hacia Adolfo Suárez. Demostró su poco apego a lo que el pueblo quería ya en la República, encarcelado hasta que el Frente Popular le liberó.
Ahí tienen los libros, no descubro nada. A mí, lo que me resulta curioso es la condescendencia con que tratamos a los héroes de hoz y martillo porque estaban encontrados con una dictadura que no toleraban, algo que nos une y por lo que, parece, caen bien. En ese error cayeron Francia, Inglaterra y Estados Unidos en la II Guerra Mundial creyéndose amigos de Rusia y lo pagaron, pero aquí el ombliguismo no nos deja aprender de los errores.
Su simbología, militarismo y fervor se parecen más a lo que dicen odiar de lo que creen. Basta con mirar lo peligrosamente parecido de las capillas ardientes de sus grandes líderes: Franco y Carrillo. Lágrimas, fascistas nostálgicos del presente en 197 o camaradas trasnochados en 2012. Parada frente al ataúd, brazo derecho alzado o puño al aire. Lo mismo da, porque la solemnidad era la misma.
Los que hoy día claman por las libertades individuales, los derechos, la lucha por lo social roban el derecho a pelear por ello a los que no comparten el ideario completo ni la parafernalia. Además lo hacen con la falacia, histórica, de que es en nombre del pueblo, así global. Eso colaba antes, cuando no había mecanismos regulados, imperfectos, pero estipulados. Ahora, si no fuera porque hay mucha gente dispuesta a dejarse arrastrar con promesas de amor de las que en cuanto te la clavan se les olvida todo, no deberían ser más que ideologías residuales, como lo es su supuesto contrario político, que no es otra cosa que más de lo mismo, pero con trazos distintos.
Sin embargo, consiguieron caerme bien los bolcheviques que se pasaron a despedir al camarada Santiago. Trasnochados, sí; y a los que recordar a Carrillo por la Transición les parece una mamarrachada propio de bienquedas. Ancianos que llegaban con una idea que no esconden y que hasta te parecen unos simpáticos señores fervientemente utópicos mientras no toquen ni huelan de lejos el poder.
Las ideas de Carrillo, una vez superada aquella época en que le convenía –y a toda España– el silencio y tragar saliva despacio, oscilaron entre lo oportuno y acertado (no se puede negar su inteligencia) con tics del pasado, y no precisamente del que nos parece mejor, como cantaba Karina.
Murió, en definitiva, un símbolo de la izquierda más radical. De la auténtica, no de esa disfrazada de socialdemocracia que se cree legitimada para tomar prestados emblemas cuando quiere y como quiere. De esa izquierda de verdad anacrónica que él mismo traicionó para garantizar(se) un hueco institucionalizado. Y no, no he tocado Paracuellos.