jueves, 15 de febrero de 2018

Real Madrid – PSG: Hogar, dulce hogar

Para el Real Madrid, la Champions es girar la llave en la cerradura de casa y poner un pie en el recibidor. Es un niño gritando ¡casa! cuando toca un árbol a la carrera antes de que le atrapen. El hogar, ay, qué bien se está en el sofá. Una casa que no siempre está en calma, pero paz no es sinónimo de prosperidad. Manchar la alfombra o romper la vajilla también es ser feliz, como reñir o perder.

Que el Madrí es humano se ve en que, como todos, se enmascara en el día a día. Así, este año se está haciendo pasar por un equipo cansado, sin ganas ni orgullo. Ha perfeccionado tanto el arte de la mascarada que ha logrado hacer creer a todo el mundo que Marcelo es lateral. Tan mentira como decir que ayer dominó, si no le metieron cuatro es porque la suerte y la potra también saben dónde está su hogar.

Ayer nada parecía normal ya incluso desde la convocatoria para recibir al equipo. Es cierto que en invierno, cuando el horario Champions es nocturno, el show es más bonito que en mayo, pero la idea de que en octavos de final, una ronda donde se debería ser más burócrata que Superman, se apele a la épica me resulta contraria al propio concepto de Real Madrid. Pero este año el pueblo necesita emociones, y la Champions es su única droga. Tampoco parecía normal prescindir de Bale y confiar de inicio en el niño Jesús del Bernabéu, y menos normal parecía que el Madrid presionase hasta el área de Areola.

Por lo que ha enseñado durante el año, del Madrid se esperaba que fuese inane y poco eficaz. Así fue. La famosa pegada blanca se tradujo en un mano a mano fallido y en robo con disparo precipitado a la grada donde estaban los aficionados del PSG. Para seguir con el guion de 2018, llegar a la portería de Keylor Navas parecía más sencillo que parar un taxi. Tan fácil era que sucedió, y el 0-1 no se arregló hasta que Cristiano hizo de mejor tirador de penaltis del mundo. La segunda mitad daba miedo hasta de lejos por recordar a la del Barcelona. Que el PSG no marcase sólo se puede explicar si eres gallego o crees en lo sobrenatural.

Entonces salió Asensio, al que el público del Bernabéu no jalea como a Isco, Isco, y se puso a correr y a crear espacios sobre un carril. El segundo balón que tocó lo puso donde siempre estaba Raúl y se encontró con la rodilla de Cristiano, del que quiero creer que la puso a propósito. Sea o no, sólo espero que si este año es la Trecena se conserve la rótula incorrupta de Ronaldo junto a la Copa.

El tercer gol fue algo tan natural como abrir el frigo y coger una cerveza. Otra vez Asensio, su pierna izquierda y un balón al área. Otra vez gol. Estar de sí o no es un estado de ánimo y ayer, San Valentín, el Madrí dijo «sí, quiero» y renovó sus votos con Europa, su casa. Es un hogar lleno de amor. 





miércoles, 7 de febrero de 2018

Ver la Super Bowl

Mi fuerza de voluntad se terminó el día que dejé de fumar, así que cada vez que un amigo, y a veces un conocido, habla de tomar cañas es casi imposible decir que no. Hay ciertas modas que no sigo no por fingida superioridad o un mal entendido concepto de elitismo, sino por simple desconocimiento. Sumar vicios aleatorios es mi forma de dejar el tabaco y ni siquiera tienen por qué gustarme.

El último en el que he caído ha sido la Super Bowl. En casa, en chándal y con un póster de Nueva York como única referencia a América a mi alrededor me pregunté cómo de buena sería esa mierda que tan enganchado tiene a tanta gente de, otro vicio, mis redes sociales. No hubo épica ni romanticismo deportivo en el relato -eso lo escribiría Iñako-, sólo aséptica curiosidad. Poner la Super Bowl se parecía más a un trámite burocrático que a un deseo intencional, pero un día es un día así que me consentí un capricho en algo que ni me iba ni me venía. Justo en eso estaba el lujo.

Creí conveniente elegir equipo. Apoyar al débil era demasiado condescendiente pero tampoco se me ocurría otra forma de elección hasta que vi una cara conocida. Uno de los que iba a jugar me sonaba, no por su nombre o sus logros profesionales, sino por su estado civil. Elegí con quién ir basándome en que ese tipo al que enfocaban es el marido de Gisele Bündchen.

A las 0.30 comprendí a los que no entienden un fuera de juego y te piden que se lo expliques despacio. Los narradores despachaban elementos básicos del partido con un aire de irrelevancia que chocaba con la importancia que yo le veía. Comencé a ignorar lo que ellos ignoraban, como la cuenta atrás del reloj antes de poner el balón en juego (al principio me angustiaba), y a tensar los músculos y esperar con ansia cómo terminaría un balón que volaba largo. Lo menos importante resultaba ser lo más relevante como los pañuelos amarillos para señalar faltas o los antebrazos-tablet de los dos quarterbacks, que supongo incluían jugadas u órdenes, pero nunca lo explicaron.

Cuatro horas duró este chute que tiene algo de miembro de sociedad secreta. Esta jugada y lo dejo. Tres o cuatro veces lo pensé y tres o cuatro veces acepté una dosis más. Me retenía en el sofá la duda de qué pasaría una vez apagase la televisión, tenía la intención de no perderme algo histórico aunque ni yo supiese qué podía ser histórico.

Lo que más me aburrió fue la actuación del descanso, ese espectáculo que conocemos con antelación hasta los que no conocemos la Super Bowl. Mi novia, con más sueño que sorpresa, apareció por la puerta del pasillo para preguntar si seguía con aquella locura. Se volvió a la cama renegando de mí. Al rato llegué yo, más despierto que cuando empezó el partido, y tuve que contenerme para no despertarla e informar de nuestra (a esas alturas ya era parte de mí) derrota en la Super Bowl. Mientras intentaba acostarme sin hacer ruido pensé en eso de quedarte despierto hasta las 4.30 para ver un partido de un deporte que no sigues y que a duras penas comprendes. Menuda tontería, el año que viene ni enciendo la tele. Una y no más. Si además yo controlo y puedo dejarlo cuando quiera.