martes, 18 de julio de 2017

El 'porsche' del garaje

Hemos vivido convencidos de que en verano, bicicletas. Así se nos hizo creer y así lo aceptamos; a ver si no quién se lo discutía a Fernán-Gómez. Las vacaciones también tienen sus rutinas y si antes la exhibición era privilegio de unos pocos, hoy las redes sociales permiten a cualquiera posar como Ana Obregón con la ventaja de no tener que ser Ana Obregón.

Estar de vacaciones sin alardear parece una fiesta de Gatsby donde no sirvan champán, como un cigarro que se fuma otro. Presumir es Dominguín saliendo a todo correr a contar que se había acostado con Ava Gardner, pero también una foto de piernas con el mar al fondo subida a Instagram.

Un emisor que presume necesita para existir de un receptor que rechine los dientes. Otra rutina española –y no exclusiva del verano– es, precisamente, envidiar. Puede no ir más allá del deseo de haber querido ser Dominguín o Ava, pero hay otro tipo de envidia que odia y que suele incluir menciones malintencionadas a las madres y explicaciones al porqué ellos sí y nosotros no basadas en la pura suerte o, en casos patológicos, en la lucha de clases.

La mejor forma de presumir es la involuntaria. Sin querer y sin publicidad. El otro día, al entrar al garaje de mi casa, vi que una de las plazas por las que paso antes de llegar a la mía estaba ocupada por un Porsche 911 Carrera nuevo. Tan impecable que hasta el blanco de su matrícula parecía distinto al de cualquier otro coche. Desconozco el dueño, pero si Ava Gardner fuese coche, sería ese.

Tiene a todo el bloque girando la cabeza al pasar por su plaza y no sabemos quién es. El que presume de bronceado en las redes sale del anonimato porque busca la exhibición nominal, tan pública que la crítica viene de serie. La aspiración es el porsche en el garaje y el anonimato en la puerta. Ser sólo un vecino. ¿Será el hombre que saluda raro en el ascensor o el que viste con alpargatas incluso en diciembre? Los envidiosos preguntan qué hay que hacer para conseguir algo así. «Yo quiero ser como él» sin importar quién sea él. Por mi parte, soy demasiado perezoso para dedicarme a la vida delictiva y demasiado periodista como para aspirar al coche del vecino de forma honrada. Eso sí, mis vacaciones empiezan en una semana. Y tengo Instagram.



miércoles, 12 de julio de 2017

Los dos lados de la pancarta

Equivocarse es una forma como otra cualquiera de sobrevivir al día a día. Complicarse la vida a base de errores es motor literario y misticismo vital de perdedor sincero. Sin embargo, hay ocasiones en que fallar es una etiqueta con la que cargar para siempre.

La opción correcta, a veces, es sólo una y no estar en ella te convierte en parte del problema. Han pasado 20 años desde el asesinato de Miguel Ángel Blanco y hemos retrocedido en empatía. Salvo los asesinos, todos estuvimos detrás de la misma pancarta. Salvo los asesinos, todos llamamos hijos de puta a los mismos. Salvo los asesinos, todos éramos Miguel Ángel. A nadie se le ocurrió un pero en el país de las adversativas, una frase equidistante o una comparación sobre el dolor de unos y los usos políticos de otros. Se dejó de comprar una retórica política que ha vuelto dos décadas después disfrazada de nana de hombres de paz y esques en las condenas.

Para criticar al Partido Popular sobran ocasiones, bochornos, motivos e incluso políticos y cronistas que lo hagan. Echarle en cara homenajear la figura de Miguel Ángel Blanco es tan ridículo como acusar al PCE de usar a los abogados de Atocha. Es innegable la militancia política; así como el odio mortal que causó esa filiación. El discurso oficial intenta identificar al Gobierno con una banda vengativa y rencorosa y la gente sólo ve a personas con cara triste delante de la fotografía del hijo, hermano y nieto de todos. Ataques así son los que quieren en Génova.

Equivocarse en esto por no estar de acuerdo con quien capitanea un acto justo y noble -recordar a Miguel Ángel Blanco más allá de lo que Miguel Ángel Blanco es- entristece. En una época en la que todo es motivo de pancarta, bandera y chapa en el ojal los héroes que no pidieron serlo parecen, en el mejor de los casos, algo a superar. En el peor, una molestia.