El paso del tiempo es algo que siempre me ha preocupado. En
concreto, estoy obsesionado con el que transcurre desde que salgo por la puerta
de casa después de cenar hasta que pierdo el control sobre mi tarjeta de
crédito. He leído trucos para evitar tirar de plástico cuando te invade la sensación
de poder creador sobre todas las cosas, pero nada. Mi cartera, mis normas.
Hay gente mucho peor, no crean. Recuerdo una compañera de
universidad que el día que cumplía 22 años se pasó ocho horas bebiendo cerveza
en la cafetería de la facultad (como los días que no cumplía 22, por otra
parte) jugando la carta victimista y hablando de que, en breves y en un pestañear
y dos libros de Coelho, los 60. “Hombre, lo triste sería tener 60 y seguir en
la cafetería de la facultad”, mentí. Porque, seamos sinceros, ¿hay mejor plan
de vida que tener por objetivo entrar en la universidad con 18 y salir jubilado
habiéndote bebido la cerveza de tres generaciones? Es probable que no. Mentí,
decía, por hacer que se sintiese joven porque básicamente lo era. Por entonces -como
ahora- no solía acertar con las palabras a las mujeres y tras ser el centro de
atención de la cafetería, y de recibir salivazos cada vez que pronunciaba muy
fuerte la pé, decidí no volver a felicitar sus cumpleaños. No lo cumplí porque
así soy yo, si digo que haré algo es prueba suficiente de que quizá no lo haga.
A los años me llené de valor y solté “te acompaño en el sentimiento”.
Me pasé el videojuego.
No volví a ver a nadie tan preocupado por el paso del tiempo
hasta que descubrí que donde trabajo se organizan partidos de fútbol los martes
y jueves. Padres, cuarentones, calvos e incluso el completo: padres cuarentones
calvos, se apuntan con devoción para compartir campo con la cantera, representada
en becarios y precarios, y engañar a la edad. O eso creen. “Soy joven, aún me
pongo mi camiseta del Real Madrid (la de la Séptima, claro) y toco el balón con
el entusiasmo de un niño en el parque”. Es enternecedor apuntarse de vez en
cuando y verles con el brillo en los ojos y sudando. Durante cinco minutos se
codean con los jóvenes e incluso marcan algún gol que celebran como aprendieron
de sus ídolos: salto vertical y brazos al cielo (les ha venido a la mente la
imagen de Di Stefano, ¿verdad?).
Existen luchas épicas en la historia: Troya contra Aqueo,
capitán Ahab contra Moby Dick, Vegeta contra Freezer o un padre de familia contra
sí mismo en un campo de fútbol. Les ves decaer, engañándose con la mentira de
que el fútbol es posición y nada más. Llega un punto, siempre llega, en el que
desisten. Saben que han perdido la batalla y dejan la bonita ilusión de ser
Zidane rejuvenecido y se abandonan. Adivinar el cuándo es sencillo: es en el
momento exacto que se encaminan a su propia área para ponerse de portero.
Incluso ahí intentan un último autoengaño a la desesperada: “Sal un rato a
jugar, que llevas mucho tiempo de portero y te vas a aburrir”.
Entonces se quedan allí, bajo palos, en la soledad del
guardameta y de los años, recordando que no hace tanto (o sí) ser portero era
una humillación sólo comparable a ser el último en ser elegido durante el
recreo del colegio. Cuando termina el partido vuelven a la redacción y allí,
donde el paso del tiempo es una ventaja, piensan en la ilusión de juventud que
disfrutan durante una hora, dos días a la semana.
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