Desconfío de la gente que para debatir incluso sobre si la
tortilla de patatas mejor con cebolla o sin ella usa esos conceptos que escriben con mayúsculas muy grandes como democracia, estado del bienestar, civilización,
derechos humanos… Quizá es un defecto mío, y no creo que lo cambie, pero sí
hay un derecho que por el oficio que elegí me llena la boca: la libertad de expresión.
A raíz del ataque a la prensa de tres bastardos en Francia se ha esgrimido este derecho en comparaciones falaces.
Había uno que invitaba a los que ayer sentían atacada la libertad que ofrece
Europa a callarse cuando Mongolia satirice con la Virgen del Rocío y uno no
puede sino preguntarse si matar a 12 personas es lo mismo que criticar, en el
tono que sea, un chiste. Cada uno se ríe de lo que le da la gana, y que eso te
cueste la vida es una de las mayores tragedias para un país occidental que,
lógicamente, pone sus límites con la ley en la mano, no con el Corán o la
Biblia.
El peligro de creer que la libertad de expresión es una
patente de corso es no aceptar la crítica. Puede que te resbale, cosa
admirable para quien lo consiga, pero no es un escudo. –Oye, Manolo, tu broma
sobre los molinos de Alcázar de San Juan no tenía ni puñetera gracia, ¿con los
de Toledo no te metes, valiente? –¡Eh! No ataques la libertad de expresión que
tanta sangre de compañeros míos ha costado en años de ataques a la prensa libre
y esbelta.
Para entendernos, la libertad de expresión no consiste en
respetar lo que alguien diga, sino respetar y pelear por el derecho a que lo pueda
decir. Pero la misma libertad tiene cualquier otro para hacerle ver su
disconformidad. Sin echar mano
a fusiles de asalto, claro. Es sencillo: uno puede escribir una gran
gilipollez, pero la puede escribir. Como este artículo.
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