lunes, 7 de abril de 2014

90 minuti en Riazor son molto longo

“¿Para qué te gastas el dinero?”. Antes de que respondiese a mi abuelo, Pandiani, aquel uruguayo que lo mismo le daba un rifle que un camión, ya había hecho el primero.

“Después de perder 4-1 es tontería que vayas a Riazor”. Recordando el bar donde me había dicho el mismo abuelo de la frase anterior que me esperaba a la salida del partido llegó Valerón (siempre el 21) para plantar de cabeza (¡ÉL, de cabeza! Aquel día era todo ilógico) y dejar a Riazor creerse Bernabéu. En ese remate, con el Dépor aún eliminado, cambió todo. Tanto, tanto, que incluso se cambió de deporte. Los de blanquiazul eran esos que tenían la Historia de su parte y los otros, aquellos italianos de rojo y negro, a saber con quién habían empatado. ¿Kaká? -el de 2004, háganse cargo-, ¿Inzaghi? Suplentes del Sporting de Hortaleza.

“Mira que venir desde Madrid sólo para sufrir”. Luque corrió un balón de esos que solía mandar Molina no se sabe bien si con destino campo rival o su Valencia natal, y la clavó en la escuadra. En la puta escuadra. Uno, que acababa de convertirse en mayor de edad apenas 15 días antes, abdicó de tal condición para volver a los 10 años. Al grito. Al “¿examen? ¡¿de qué carallo me hablas?!”. Al ver a un Juanito más deportivista que madrileño corriendo por ahí, siempre y cuando Mauro, el portero de discoteca (y el nombre de la discoteca era centro del campo), decidiese que te permitía pasar.

Llegó el descanso con 3-0 y mi abuelo seguía pesimista. Sería por el hambre en la guerra. Sin embargo, el Dépor, al contrario que el Gobierno, aceptó darle la vuelta a la herencia recibida desde Milán sin queja. Lo hizo en la mitad de la legislatura que es un partido de Champions. En la grada se cruzaban gritos de gente preguntando el marcador, borrachos de aguardiente y goles -si es que no son lo mismo-, otros que exigían más sangre lombarda y unos por ahí que estaban más de acuerdo con el pesimismo de mi abuelo: “y ahora...el palo”. Lo otro y lo uno en Riazor no son una contradicción, sino su alma. Lo raro es que esas tres cosas no saliesen de la misma boca en un ejercicio de contorsionismo extremo de misticismo gallego.

Cuando tocó a descanso el silbato, el Deportivo estaba en pleno subidón. Como cuando te encienden las luces de la discoteca y estabas a tan sólo tres cubatas más de hacerte a esa morena. ¡Ahora no! Corrieron hacia los vestuarios como si allí se siguiese jugando el partido. Un partido al que no habían invitado al campeonísimo Milan, retirado del campo con el ánimo del que, pagados esos tres cubatas más, no se come un colín. “Noventa minuti en Riazor son molto longo”, dijo en perfecto italiano Jabo. O eso quiero creer.

En la segunda mitad, el público pedía la hora antes de sacar de centro. Lo cual es una maravilla para vivir tranquilo durante unos 45 minutos en que crees que cualquier balón que esté medianamente cerca de Molina, aunque sea de Nivea y lo esté pateando un bebé en la playa, es ¡goooluy! del rival. Ancelotti ya era Ancelotti y tardaba en cambiar cosas e Irureta, como buen vasco, dijo que mientras él siguiese allí, mascando chicle, Kaká se iba a llevar más patadas que cuentas tiene un Rosario.

Sustos haberlos, hubo. En Galicia gusta el drama y si la no-liga de Djukic no pudo ser más dolorosa o la segunda Copa del Rey más orgásmica, sellar la mayor remontada en Champions League no iba a irle a la zaga, así que la cerró Fran. El último guantazo a Italia fue de un gallego, que no estaba en la Luna ni venía de Ferrol, pero que montó una pandeirada sideral que Zapato veloz todavía anda mirando cuándo sacar el single.

La historia de La Coruña con Hércules empezó antes de que Fraga fuese presidente de la Xunta. Venció al gigante Gerión a orillas del Atlántico, enterró su cabeza y construyó una torre ( que en alarde de originalidad se llama Torre de Hércules) sobre ella. Una leyenda dicen, que se lo pregunten al gigante de Ancelotti, Maldini & co.



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