Hubo un tiempo, meses, en que me
preguntaba por qué. Estrené la mayoría de edad justo una semana después, el 18
de marzo de 2004, y siempre fui de crecimiento lento así que los porqués
seguían saliendo de mi boca tiempo después de que esa etapa de su vida,
biológicamente hablando, tuviese que haber tocado a su fin.
Una década después el balance es
rápido: acabé el colegio, saqué una carrera, trabajo de lo que estudié, tuve mi
principal desengaño amoroso -entre medias (o precisamente por eso) descubrí que
la cama no es sólo para dormir- y me independicé. Ha pasado tiempo, dirán, y la
semana próxima estaré a dos años de la treintena. Debo seguir siendo de
crecimiento lento, porque seguir preguntándome el porqué no se va. Aunque ya, a estas alturas, no
sea lo importante. Quizá nunca lo fue. Desde pequeño viví el terrorismo de
cerca, amenazante, en los bajos de un coche, por la profesión que eligió mi
padre, Una sinrazón tan estéril, si es que la sinrazón alguna vez no lo es,
como la que llevó a 191 personas a morir aquel 11 de marzo.
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