domingo, 11 de julio de 2010

Rozando el cielo

Escribo horas antes del partido de España por varias razones, entre ellas que así me ahorro que lean ustedes una página entera llena de vítores o expresiones malsonantes de ánimo guerrero. Pero lo que sí voy a hacer es hablar de fútbol.
Lo primero que se me viene a la mente es si estamos en la final gracias a Sara Carbonero. Si los periódicos amarillistas (lean deportivos) la pusieron de vuelta y media por la derrota y el mal juego, ¿nadie ha caído en la cuenta de que las intervenciones de Casillas en cuartos y en semifinales pueden ser fruto de una noche buena con la reportera de ojos verdes? Tan poco sentido tenía una cosa como la otra porque que Iker cene, vaya al cine o salga con una chica con micrófono que, además, está de buen ver, le concierne a él, a la de los deportes y a San Pedro si se la quiere bendecir; y no a Marca ni a As, ni cualquier otro. En España somos los reyes de las excusitas, si llueve porque llueve, si hace sol porque deslumbra y demás esques, y Carbonero ha sido la perfecta diana de las cagadas sudafricanas, pero si aceptamos que fue ella la culpable del juego de pena de la Selección en los primeros días daré por supuesto que es ella y sólo ella (nada de Del Bosque) la que ha hecho que estos tíos hoy puedan ser campeones del mundo y vuelvan a saber dar un pase decente, a desbordar y a jugar con un poquito de mala leche.
Y ahora pongámonos patriotas por unos momentos, al igual que miles de personas que reniegan y les da vergüenza enseñar algo con atisbo de rojo y amarillo y que volverán a guardar en el fondo del baúl la bandera y se harán los longuis cuando hablen de España, así en abstracto. Los estados mentales de un español son lo más parecido a una montaña rusa jamás vista, porque elevamos a los altares o sentenciamos con una rapidez, un juego de palabras y una demagogia que, es de justicia reconocerlo, ya quisieran para sí otros países.
Otra cosa que ya quisieran otras naciones es estar en una final de un Mundial de fútbol, pero ese honor sólo nos corresponde, este año, a españoles y holandeses herejes. Por dar el dato histórico chorra: los Países Bajos tardaron en independizarse de España -sí, alguno se sorprenderá, qué cosas, España antes tenía poder, daba miedo e imponía respeto- 80 años (conocida la guerra, en alarde de originalidad, como La guerra de los 80 años), esperemos que en 90 minutos, no años, seamos por primera vez campeones del mundo y les atemoricemos con nuestro juego igual que Álvarez de Toledo (el Gran Duque de Alba) y sus tercios -o Farnesio y los suyos- atemorizaban a calvinistas de las regiones de Utrecht, que el balompié es muy dado a la comparativa y analogismos con el mundo marcial y hoy no iba a ser menos.
Dirán ustedes, quizá con razón, que me ablando con artículos sin un ajuste de cuentas como Dios manda, pero qué quieren; hoy es 11 de julio, es el día en que uno de mis puntos débiles, el deporte de dar patadas a un balón, puede darme una gran alegría y aliviar mi sentimiento perpetuo de que nace un tonto más y desbordamos con cosas como que un cordobés se manifieste por el autogobierno catalán, que el PP valenciano parezca más corrupto que las familia Soprano o que, cómo no, Zapatero sea un inepto que nos desgobierna de la peor manera posible. Hoy es el día en que, si todo sale bien (para el nacionalista Urkullu no sé qué será hoy que todo salga bien), podremos bañarnos en las fuentes por la noche y no pensar que mañana hay que ir a sellar el paro y a echar el currículum por donde caiga. Chavales, el sufrimiento es temporal, la gloria; eterna.

domingo, 4 de julio de 2010

La ‘vuvuzela’ escacharrada

Sesenta y cinco minutos. Ese es el tiempo que me duró la trompeta de sonido infernal (vuvuzela la llaman los lugareños sudafricanos) que dos amigos me trajeron de recuerdo de su viaje a Sudáfrica durante los primeros partidos del Mundial de fútbol que se está disputando en el país de Mandela. Y no porque saliese defectuosa o porque un amigo -no sin falta de ganas- la lanzase lo más lejos posible; sino porque, demostración empírica mediante, un trozo de plástico no aguanta un golpe contra el suelo propinado con mala baba. Y es que los partidos de España se están convirtiendo en una prueba de oro para la salud cardíaca de los pobres ilusos que, como yo, vivimos enganchados al balompié y su alargada sombra.
Mis amigos y yo tenemos la muy extraña costumbre y casi nada compartida con la población mundial -al menos la occidental-, de reunirnos en casa de uno de nosotros para seguir las andanzas del novio de Sara Carbonero y demás muchachos. Tradición que se rompió porque el dueño de la casa que solemos ocupar cogía carretera y manta (mejor avión y manta) y se marchaba al país de los Springboks. Ese viaje le impidió asistir a mi acto de graduación porque, total, sólo son 20 años de nada aguantándonos, y se disculpó trayéndome un trozo de plástico sonoro.
Error fatal el suyo porque, debería conocerme, soy un rencoroso de los pies a la cabeza y un vengativo de los que ya no quedan, con un gran sentido de la venganza. No soporto el sonido de la trompeta de marras pero él tampoco, así que si tengo que aguantarme y poner cara de gusto por verle sufrir, bienvenido sea. Daños colaterales fueron los demás asistentes al partido, los cuales acabaron la noche más perjudicados que Pocholo en el verano ibicenco, pero que también terminaron hasta el gorro de mí y mi reiterativo toque de corneta a lo sudafricano. Lo que yo no contaba era con la inestimable ayuda del juego de España para ponerse en mi contra: pases y más pases que sólo daban ganas de preguntar que qué más echaban en la tele, un penalti de Piqué como una catedral que encima lo protesta (si por lo menos fuese Marchena protestaría afirmando no haber tocado al jugador con el brazo del paraguayo todavía en su poder), Xabi Alonso marcando un penalti que falló cuando tuvo que repetirlo... Todo eso lo aguanté estoico, como un espartano más, soplando y soplando mi tubo coloreado con las banderas de los participantes para irritar al personal, a mi amigo en particular. Sin embargo, cuando el portero paraguayo tocó balón (después de llevarse puesto a Cesc Fábregas) en el despeje del penalti y le vino de cara a uno de los nuestros para tirar y ver como no entraba fue el fin. Armé el brazo cual yihadista preparado para lapidar y renuncié a desquiciar al personal lanzando lejos -en alegoría a donde estaba mandando a los jugadores y a sus familias- la vuvuzela que, irremediablemente, se rompió entre aplausos de júbilo de todos los presentes. Por suerte había otra por ahí y aunque mi desazón viene de romper un recuerdo traído de tan lejos, pude seguir dando por saco a mis amigos, que para eso me pagan.
El miércoles volveremos a casa de mi amigo, a contarnos cómo de salido es uno o ver cuántos chupitos aguanta el otro sin poner cara de Fernández de la Vega. Pegaré mi trompetín con celo y volveré a disfrutar siendo el centro de la ira y que sea lo que Dios quiera. Sodoma tiene sus justos.