domingo, 4 de julio de 2010

La ‘vuvuzela’ escacharrada

Sesenta y cinco minutos. Ese es el tiempo que me duró la trompeta de sonido infernal (vuvuzela la llaman los lugareños sudafricanos) que dos amigos me trajeron de recuerdo de su viaje a Sudáfrica durante los primeros partidos del Mundial de fútbol que se está disputando en el país de Mandela. Y no porque saliese defectuosa o porque un amigo -no sin falta de ganas- la lanzase lo más lejos posible; sino porque, demostración empírica mediante, un trozo de plástico no aguanta un golpe contra el suelo propinado con mala baba. Y es que los partidos de España se están convirtiendo en una prueba de oro para la salud cardíaca de los pobres ilusos que, como yo, vivimos enganchados al balompié y su alargada sombra.
Mis amigos y yo tenemos la muy extraña costumbre y casi nada compartida con la población mundial -al menos la occidental-, de reunirnos en casa de uno de nosotros para seguir las andanzas del novio de Sara Carbonero y demás muchachos. Tradición que se rompió porque el dueño de la casa que solemos ocupar cogía carretera y manta (mejor avión y manta) y se marchaba al país de los Springboks. Ese viaje le impidió asistir a mi acto de graduación porque, total, sólo son 20 años de nada aguantándonos, y se disculpó trayéndome un trozo de plástico sonoro.
Error fatal el suyo porque, debería conocerme, soy un rencoroso de los pies a la cabeza y un vengativo de los que ya no quedan, con un gran sentido de la venganza. No soporto el sonido de la trompeta de marras pero él tampoco, así que si tengo que aguantarme y poner cara de gusto por verle sufrir, bienvenido sea. Daños colaterales fueron los demás asistentes al partido, los cuales acabaron la noche más perjudicados que Pocholo en el verano ibicenco, pero que también terminaron hasta el gorro de mí y mi reiterativo toque de corneta a lo sudafricano. Lo que yo no contaba era con la inestimable ayuda del juego de España para ponerse en mi contra: pases y más pases que sólo daban ganas de preguntar que qué más echaban en la tele, un penalti de Piqué como una catedral que encima lo protesta (si por lo menos fuese Marchena protestaría afirmando no haber tocado al jugador con el brazo del paraguayo todavía en su poder), Xabi Alonso marcando un penalti que falló cuando tuvo que repetirlo... Todo eso lo aguanté estoico, como un espartano más, soplando y soplando mi tubo coloreado con las banderas de los participantes para irritar al personal, a mi amigo en particular. Sin embargo, cuando el portero paraguayo tocó balón (después de llevarse puesto a Cesc Fábregas) en el despeje del penalti y le vino de cara a uno de los nuestros para tirar y ver como no entraba fue el fin. Armé el brazo cual yihadista preparado para lapidar y renuncié a desquiciar al personal lanzando lejos -en alegoría a donde estaba mandando a los jugadores y a sus familias- la vuvuzela que, irremediablemente, se rompió entre aplausos de júbilo de todos los presentes. Por suerte había otra por ahí y aunque mi desazón viene de romper un recuerdo traído de tan lejos, pude seguir dando por saco a mis amigos, que para eso me pagan.
El miércoles volveremos a casa de mi amigo, a contarnos cómo de salido es uno o ver cuántos chupitos aguanta el otro sin poner cara de Fernández de la Vega. Pegaré mi trompetín con celo y volveré a disfrutar siendo el centro de la ira y que sea lo que Dios quiera. Sodoma tiene sus justos.

1 comentario:

  1. Otra cosa será, que su amigo le deje a entrar a su persona, y a su arma del infierno(que dichoso el día que se la compró) en su casa, recuerde que el rencor es un mal de esta sociedad; pero la venganza se sirve en un plato frio.

    Tengo que destacar, que como lector habitual de sus columnas dominicales, ésta es la primera en la que observo como intenta equilibrarse con el mundo,ingenuo...pero he de reconocer quepor algo se empieza, y que mejor que los mas cercanos.

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