Hay algo de suicidio en fumar,
pero sobre todo en dejar de hacerlo. Renunciar por propia voluntad al
complemento perfecto del trío cerveza, terraza y amigos es morir un poco a
nivel social. Es amputar parte de tu felicidad porque, fuera caretas, fumar era
disfrutar. Conozco a pocos que no quieran dejarlo, pero todavía hay menos que
no gocen cuando encienden un cigarro. Maldita pasión. Es un poco Sabina, ese
neomachista, en Y sin embargo. El
tabaco es un amor de adolescencia que no sabes cómo ha sobrevivido a los años. No
tenéis nada en común pero os seguís agarrando la mano al andar por el parque.
El porqué no importa.
Cuando más que días ya acumulas
semanas, empiezas a contar los cigarros que no has fumado en hipotéticos
saludables como cuántos kilómetros serías capaz de correr. Por supuesto es sólo
teoría, sigues siendo el mismo vago que fumaba 20 marlboros al día, sólo que
con la piel mejor.
Con el tiempo uno aprende a
convivir con las trampas. Las cañas de después del trabajo, las del fútbol, el
whisky de celebración… Los peligros de vida social son para el ex fumador lo
que la Cañada Real al yonqui. Por ser suave, el cigarrillo social es un hijo de
la gran puta. Te busca, te tienta, conoce tus debilidades y no dudará en explotarlas.
Es una ex rencorosa. Es puro populismo. Tus amigos lo saben y no te abandonan
en los malos momentos, por eso fuman y te dejan su tabaco y mechero delante
para añadir esa frase con la que pretenderse original o liberal o ambas: «Yo no te voy a dar. Ahora, si coges tú, ya eres mayorcito». Si no te
diese tanta pereza cambiar de amigos a estas alturas, ése sería el momento en
el que lo harías.
Cuando
uno deja de fumar se convierte en un sospechoso constante. Nadie te cree y la condición
de ex fumador te deja como como candidato a una recaída. Siempre se es culpable de haber vuelto hasta
que no se demuestre lo contrario. Dejarlo es tan común, tan frase hecha, tan
ser otro más que todos dudan de ti. Tienes que aclarar cualquier sospecha que
tengan, como por qué tardas tanto en el baño (¿de verdad quieres que te lo explique?).
Si te da un ataque de tos, la sentencia es unánime: fumador. No sirve de
atenuante que quien te está juzgando sea un grupo de amigos, alrededor de una
mesa de bar adornada con vasos semivacíos y con sus bocas echando más humo que
el Transiberiano de principios de siglo XX.
La
próxima vez, ya que me van a sentenciar a muerte, cogeré el paquete que me
pongan en las narices y soltaré aquel chiste pueril y sin gracia del que fui
víctima.
- ¿Sabes
cómo fumaba Franco?
- No,
sorpréndeme.
Y entonces tirar el paquete de tabaco tan lejos que no pueda llegar de una carrera por
culpa de sus pulmones negros a la vez que gritas él no fumaba, gilipollas.
Y
ahora tú tampoco.