jueves, 19 de enero de 2017

Dejar de fumar. El sentido del humor

Recuerdo que hace años pasé dos semanas en una tensión máxima por culpa del ímpetu del momento oportuno y la poca sangre que en ese momento tenía –teníamos, no era cosa sólo mía- en la cabeza. Durante los 15 días siguientes todo giró en torno a un mismo tema, uno  que siempre llegaba en carrito y con llantos.

El sentido del humor de lo que nos rodea es una de las paradojas más curiosas que hay. El mundo no quiere saber nada de ti salvo si es para descojonarse. En aquellas dos semanas no dejé de ver mujeres embarazadas, madres primerizas con bebés en sus brazos, potitos y películas sobre y con niños. Estoy convencido de que si entonces hubiese puesto La 2, los documentales habrían tratado la fecundidad en el reino animal.

Al confirmarse la falsa alarma las embarazadas abandonaron las aceras de Madrid y los bebés dejaron de ir al parque. No había vuelto a sentir esa sensación hasta ahora. La nicotina, parece, también tiene sentido del humor. Ya os conté que el día que dejé de fumar comencé a leer Falcó, de Pérez-Reverte, y el protagonista es el personaje más fumador que recuerdo. Por la calle hay más fumadores que antes, en las películas todos boquean un humo denso y grisáceo -ahora te fijas en cosas como que tal actor no se traga el humo; lo que, sin duda, le convierte en un embustero derrochador de placer- y hasta Putin, ese ruso que seguro es el inventor del tabaco y el fuego, se toma en serio mi propósito de dejar de fumar y abre periódicos con absurdos sobre el tema.

Veo fumadores incluso allá donde no voy. En mi casa te crees a salvo porque Bea, en labor humanitaria, se esconde para fumar. Pero yo, creyéndome un pirata pero sabiendo que sin patente de corso, miro sus colillas en el cenicero con nostalgia de otros tiempos.

Según una aplicación en el móvil he ahorrado ya no sé cuánto dinero. Según mi madre, estoy más guapo; y según la báscula, lo que he ganado son cuatro kilos. Sí noto que ya aguanto la mirada a un fumador sin desear ser él; tampoco rastreo el olor a tabaco como el mejor sabueso policial. Quizá esto sea madurar y, como la muerte, era simplemente responder al cuándo. Pero de vez en cuando, mi Peter Pan piensa que tampoco habría sido tan malo vivir en un eterno y pueril país de fumadores.


  

lunes, 16 de enero de 2017

Dejar de fumar. Sobre piedras y whisky

Ser adicto tiene mucho de actitud infantil. Del mismo modo que el niño puede llegar a hacer algo que le perjudica sólo porque sabe que va a molestar (normalmente a los padres), uno que echa de menos fumar puede mandar todo a tomar por culo y encenderse un cigarro para fastidiar a alguien. A lo mejor quieres joder a alguien que ni te conoce, pero qué más da.

En la búsqueda de culpables sobre los que cargar una posible recaída vale cualquiera; desde tu equipo de fútbol hasta ese imbécil que se saltó el ceda al paso. Después de una semana sigo dándole vueltas a lo que significa dejar de fumar. Antes me visteis  místico (aquí y acá), pero el fin de semana me ha hecho bajar al barro.

Dejar de fumar es una mierda. No por nada, pero cualquier cosa que implique dejar algo que antes hacías por propia voluntad es una putada. Hago algo porque quiero y ahora ya no. El fin de semana sales de casa con la sana intención de tomarte una cerveza y diez whiskys y vuelves con la destrucción sin terminar si no te has fumado hasta el sombrero del cowboy de Marlboro.

Siguiendo con las actitudes infantiles, recuerdo cuando los profesores te invitaban a no copiar argumentando que en el fondo te engañabas a ti mismo. Como cuando el viernes y el domingo fumas y dices que no lo contarás. El whisky preguntó por su amigo y el amigo se asomó para putear. La tentación enseñó la maldita zarpa y la debilidad hizo el resto. Fumé. Alguien escribió que cuando todo va bien es que falta poco para que vaya mal. Tempestades y calmas y los fines de semana, fuera de la rutina, con sus cervezas, sus quedadas y sus mierdas llenan mi cabeza (y ayer también los pulmones) de humo.

Fumé, como digo. No sé si esto lleva el marcador a cero o es sólo una hostia con una leve contusión. Si de algo vale, yo no digo que he dejado de fumar sino que lo estoy dejando. Es casi igual pero en los matices está el demonio. Si lo nuestro como especie es tropezar en la misma piedra dos o dos mil veces, a mí me apetece aprovecharlo para rascar la piedra y encender un cigarrillo con esa chispa.


  

jueves, 12 de enero de 2017

Dejar de fumar. Huir no es de cobardes

Dejar el tabaco es escapar. Huir del hábito. De una compañía que, por mucho que te han advertido, querías a tu lado. Como aquella chica. Lealtad no es un apellido, dicen, y hay pocas traiciones más dolorosas que la que se comete al abandonar un cigarro; en el fondo él siempre ha estado ahí. Como mucho, a un bar de distancia. Todas estas intensidades literarias que colocan al tabaco al mismo nivel que un amor perdido duran cinco minutos que se repiten cada tanto. A veces, sobre todo al principio, estos cinco minutos duran hora y media.

En cinco minutos te llamas drogadicto para justificar una posible recaída mientras te encoges de hombros. La naturaleza es la que es y si uno es un adicto no queda sino fumar, que diría Darwin. Todo encaja. Después suena el teléfono, o llega un email o contestas un whatsapp, y desaparece todo. Al igual que para los buenos magos, todo se basa en la distracción.

No es raro. Simplemente uno se acuerda de que ya no fuma cuando no tiene otra cosa que hacer. A la pregunta «¿qué hago ahora?» un fumador siempre responde encendiendo un cigarro. Te hace parecer ocupado. El abismo del ex fumador es saber qué hacer con esa nada que antes llenaba con un pitillo.

Dos días después de entregarme a mi fuerza de voluntad, los episodios de darwinismo drogata siguen apareciendo, aunque reducidos. El instinto sigue ahí; y si aparece un martes, un miércoles o un jueves uno se va automáticamente a la pregunta de qué no pasará el fin de semana. Cuando el whisky pregunta dónde está su amigo.

Ya dije que dejar de fumar es, sobre todo, todo lo demás. Es así porque fumar no es encender un cigarro, aspirarlo y tirar una colilla. Fumar es también dónde, quién, cómo. Fumar es lo demás. Dejarlo ir es duro, sobre todo el dónde y el quién. Para mí, el dónde es mi casa y el quién, Bea. Mi novia. Lo cotidiano de llegar a casa y beber una cerveza los dos mientras hablas, criticas, te ríes o estás, así sin más pretensiones, venía con humo de tabaco de serie. El suyo y el mío. Ahora esa niebla de olor duro (y todavía hoy, agradable) ha reducido sus dominios a la cocina. Allí, mientras pasea como Napoleón debió de hacerlo en Elba, sueña con volver a extender su poder más allá del salón mientras yo, más británico, seguiré esperando que llegue Waterloo. Mis Cien Días nada napoleónicos. 


  

miércoles, 11 de enero de 2017

Dejar de fumar. Día 1.

Como la paz en el mundo, dejar de fumar es algo que siempre deben hacer otros. Lo más importante es que el esfuerzo sea mínimo y, si es posible, que no exista en absoluto. Pero hay veces que uno se siente elegido y contribuye activamente a la paz mundial enviando un sms o, si no tiene el teléfono a mano, tirando el Marlboro a la basura.

Al incumplir el principio de que lo hagan los demás mi yo adolescente me miró enfadado, preguntándome cómo cojones pretendía que ligase en el recreo si no era fumando. Me gustaría poder decirle que por mucho humo que trague entre clases, a escondidas en los lavabos, el pitillo es lo único que va a conseguir llevarse a la boca en muchos años.

Los propósitos de Año Nuevo dan tanta pereza que, sin ganas siquiera de enfrentarte a ellos, un año los asumes sin más. Aunque tampoco era cuestión de hacerlo a lo loco, un mínimo margen debía hacer de colchón. Si el dejar de fumar no es inmediato parece que nunca llegará. Así decidí que sería el 9 de enero. Un lunes de mierda en el que se acaban las vacaciones y yo no tendría tabaco a mano.

El lunes más lunes del año empezó conmigo saliendo de casa sin el paquete de tabaco donde llevaba estando desde los 16 años: en el bolsillo izquierdo del pantalón (soy chico de costumbres). El vacío que sentía me llevó a pensar en Djukic un segundo antes de tirar el maldito penalti aquel. Me creí balcánico un rato, el tiempo suficiente para imaginarle angustiado por el peso de perder una Liga pero también el rato justo para pensar que seguro que él se fumó un cigarro esa noche.

Es curioso cómo una decisión son tantas al mismo tiempo. No fumar no es sólo no fumar. Es, sobre todo, todo lo demás. No fumar es no socializar a la puerta de la redacción y dejar de meter la oreja en conversaciones telefónicas de gente de la que no te suena su cara pero resulta que trabaja en tu misma empresa. Hay misterios que ni todos los cigarros del mundo descifrarán nunca.

No fumar significa descubrir que llevas seis años sentado en unas sillas incomodísimas. Durante un pequeño momento te parece raro no haberte fijado antes, pero a lo mejor es la primera vez que estás más de tres horas seguidas sin moverte del sitio. La lucha está ahora entre si es mejor tener espalda o pulmones y, de momento, ganan los pulmones.

De todo eso te das cuenta en una hora. El resto del día es un intento de escribir algo original y tirarlo a la basura de la pena que da. El humo te inspiraba, no hay más. Nunca escribiré nada que merezca la pena. Mi razonamiento se esfuma, la ironía se consume y la sorna no se enciende. Estamos jodidos. Escribir también trataba sobre fumar. Todo va sobre el tabaco excepto el tabaco, que trata de sexo. Si Frank Underwood estuviese aquí.

Cuando no fumas tienes más de todo. Más mala hostia, por ejemplo. Así que cuando llegas a casa y te abres una cerveza no te la acabas porque el instinto te dice lo que va después del trago. Mejor acostarse, si duermes no fumas. Metido en la cama y antes de apagar, crees que estaría bien empezar Falcó, de Reverte. Pensado eso estiras el brazo para agarrarlo. La portada te mete un guantazo. O mejor, te lo da un tipo con la cabeza ladeada, sombrero calado, que protege con sus manos una cerilla mientras se la acerca a la boca con la clara intención de encender el cigarro que tiene entre los labios. En 80 páginas, el hijo de puta de Lorenzo Falcó fuma más que folla. Y qué envidia te da, joder.