La normalidad, como regla, es
aburrida. Cuando nos educan y los padres preguntaban si no podríamos ser
normales lo que querían era invitarnos a abandonar eso que estábamos haciendo y
que les ponía rojos de vergüenza. Enseñarnos lo que en alguna universidad impartirán
como normas cívicas de comportamiento social. O algo peor.
Estos últimos siete días desde el
atentado de Barcelona hemos conocido que los asesinos de las Ramblas y Cambrils
tenían amigos y hacían lo que se supone que hace la gente de su edad y de su
entorno. Tan normales que eran muy capaces de saludarte en el ascensor. En retrospectiva pareciese que nadie esperase
la cortesía; quizá pensaban que irían por el pueblo exigiendo el califato de
Al-Andalus a voces. Es inquietante ver la sorpresa que ha generado enterarse de
que los malos no van por ahí alardeando de sus intenciones, sino que te sujetan
la puerta y dan las gracias.
Por desgracia para la Guardia
Civil, los delincuentes no tienen cuernos y rabo, no son de color rojo ni
llevan tridente; más bien disimulan los muy cabrones. Además, del mismo modo
que la buena educación no excluye la maldad, ser un cretino no te convierte en
criminal. Afirmar, como así lo hace cierto entorno de los yihadistas, que eran
unos chicos como todos es, en el mejor de los casos, una autojustificación al
descubrir que se ha sido engañado. En el peor, una reacción egocéntrica de
culpabilidad. En ambos, una idiotez.
Creer en la bondad de unos
terroristas que han matado a 15 personas es no admitir que la mentira existe, y
de la misma forma que querer con todas tus fuerzas la paz mundial no la hace real, pensar
que eran buenos no significa que lo fuesen. Esos chicos no eran como todos, simplemente fingían serlo. Que colase el embuste entre los vecinos es, precisamente, lo que
nos define como sociedad liberal. Porque, sin contar la tertulia y los cotilleos de la
jubilada del sexto, ¿dónde si no iban unos chavales a poder hacer su vida normal sin
que nadie se meta con sus costumbres?
No hay comentarios:
Publicar un comentario