viernes, 18 de marzo de 2016

A 30 años vista

En vísperas de tu cumpleaños estás sentado en el bar y te fijas en el vaso casi vacío que tienes delante. Los hielos tan líquidos ya como el whisky que están suavizando y que hace 15 minutos te ha servido Fernando, que dos meses después del infarto ahí está, con su «¡hombre! ¿qué pasa?» y su andar de pasitos cortos y rápidos. Es tu último trago de whisky antes de los 30, y lo encaras encogiendo los hombros y tragando de golpe porque total, el siguiente será el primero.

Los 18 de marzo me levanto, pongo Cuando fuimos los mejores e inclino la cabeza, solemne, cuando Loquillo llega a «mi juventud se suicidaba». Loquillo es un gran tipo al que, por suerte, no conozco. Cuando tienes que elegir entre mantenerle en su estantería o etiquetarle con certezas te quedas con la distancia, no vaya a joder una bonita rutina de cumpleaños.

Uno llega a los 30 como surgen las cosas buenas y los peores errores, sin querer. Incluso a veces, por azar y suerte, cosa buena y error son lo mismo. Cumplir 30 se parece a leer esquelas. Son cosas que haces por inercia, por seguir un orden, mientras te preguntas qué encontrarás ahí y con la convicción de que, por el momento, mejor no ser uno de ellos.

Ahora me preguntan por mi vida, imaginando que lo más maduro que he hecho es regar una planta, y cuando lo hacen, contesto con lo mejor que he hecho hasta ahora: irme a vivir con Bea. Aunque he descubierto, no sin sorpresa, que convivir con tu novia no es un todo, sino un casi todo; y en ese casi entran infinidad de cosas, quizá demasiadas. Pero tenemos un pacto, mientras ella trata de instruirme (gracias), yo logro que se me olvide (lo siento).

Uno de los mayores fallos en los que caemos al cumplir años es el de compararnos con nuestro padre. «Él, a mi edad», piensas. Pues él llevaba 12 años de tajo, dos hijos y gastaba bigote; y tú consigues que sobrevivan tres cactus de la cocina porque es tu novia la que se encarga de ellos y tienes barba por pereza. Empate.

Crecer es no sentirse culpable al pedir una copa entre semana. Antes lo hacías, pero con pretensión de rebelde. Ahora te la bebes con sincera indiferencia. Ya no hay copas de más, quizá alguna copa fallida, pero en el campo del error las copas son lo de menos. Por cierto, que 30 años de fallos sin haber justificado ninguno diciendo no es lo que parece se me antojan escasos, pero ese es otro tema.

Nunca fui de grandes metas. Amor, ser periodista y un ático en la Plaza de la Independencia con vistas al Retiro y el Porsche en el garaje son suficientes ambiciones para mí. Van dos de cuatro y no me rindo. De momento, haciendo muchas cosas mal me han ido las cosas bien. A veces te conformas con acertar de casualidad; con que tus amigos se reúnan para beber por ti (halagador, sobre todo porque ellos no buscan excusas para eso); con saber hacerle ver a Bea que estás ahí; que el Depor te fastidie los domingos justos; que tus padres y hermano, con 30 como con 12, te sigan salvando; y esperar que siempre haya una hoja, digital o física, que te dejen llenar a cambio de unos euros con los que invitaros a una copa.