El primer signo de nostalgia
en el fútbol se da antes de que falte eso que se echa de menos. El vete ya es el primer homenaje a alguien
antes de que, efectivamente, se vaya. Cómo vas a querer algo que no has odiado
antes. Le pasó a Arsenio Iglesias en Coruña, y terminó con un busto al lado del
Rompeolas.
Todo lo que no es
fútbol tiene apariencia de fútbol, también el recuerdo. Añorar algo es
reconocer que no es eterno, como sucede con las mujeres fascinantes, de las que
José Luis Alvite dejó escrito que sólo están de paso. Hay mucho de incongruente
en echar de menos algo que todavía está entre las manos pero es justo eso lo que lo hace
atractivo; sin contradicciones sólo se puede aspirar a la perfección y hay que
ser gilipollas para querer eso.
Uno de los elementos
que decoran el recuerdo son las placas. Las hay moralmente necesarias, sin
duda, lo que provoca que, por obligada oposición, existan las que sobran.
Madrid tiene de ambas, y ni el Ayuntamiento sabe a cuál colgarle cada
etiqueta. Ahí tienen la de los carmelitas, retirada y reinstaurada siguiendo el
principio de la nueva democracia: lo que diga Twitter. Los madrileños, según se
percibe de las actuaciones de su gobierno, pedían placas y es lo que tienen. Pudieron
haber solicitado más bares, pero eso no es culpa del equipo municipal. Haber
votado otra cosa.
En su condición de
servidor, el Ayuntamiento vuelve con sus placas para adornar un recuerdo. La
Puerta del Sol se satura de mayo, y junto al homenaje a los héroes y hechos del día dos
habrá una chapa que recuerde los acampados del 15. La nostalgia de aquella acera perdida les
nació al tocar el terciopelo de las alfombras de Cibeles y va a morir anclada a
un trozo de hormigón. Un gesto partidista por lo que tiene de homenaje a ellos
mismos; pero, sobre todo, un gesto de melancolía romántica porque para rendir homenaje
suele requerirse de un homenajeado que ya no exista.