jueves, 25 de febrero de 2016

Sobre homenajes y placas

El primer signo de nostalgia en el fútbol se da antes de que falte eso que se echa de menos. El vete ya es el primer homenaje a alguien antes de que, efectivamente, se vaya. Cómo vas a querer algo que no has odiado antes. Le pasó a Arsenio Iglesias en Coruña, y terminó con un busto al lado del Rompeolas.

Todo lo que no es fútbol tiene apariencia de fútbol, también el recuerdo. Añorar algo es reconocer que no es eterno, como sucede con las mujeres fascinantes, de las que José Luis Alvite dejó escrito que sólo están de paso. Hay mucho de incongruente en echar de menos algo que todavía está entre las manos pero es justo eso lo que lo hace atractivo; sin contradicciones sólo se puede aspirar a la perfección y hay que ser gilipollas para querer eso.

Uno de los elementos que decoran el recuerdo son las placas. Las hay moralmente necesarias, sin duda, lo que provoca que, por obligada oposición, existan las que sobran. Madrid tiene de ambas, y ni el Ayuntamiento sabe a cuál colgarle cada etiqueta. Ahí tienen la de los carmelitas, retirada y reinstaurada siguiendo el principio de la nueva democracia: lo que diga Twitter. Los madrileños, según se percibe de las actuaciones de su gobierno, pedían placas y es lo que tienen. Pudieron haber solicitado más bares, pero eso no es culpa del equipo municipal. Haber votado otra cosa.

En su condición de servidor, el Ayuntamiento vuelve con sus placas para adornar un recuerdo. La Puerta del Sol se satura de mayo, y junto al homenaje a los héroes y hechos del día dos habrá una chapa que recuerde los acampados del 15. La nostalgia de aquella acera perdida les nació al tocar el terciopelo de las alfombras de Cibeles y va a morir anclada a un trozo de hormigón. Un gesto partidista por lo que tiene de homenaje a ellos mismos; pero, sobre todo, un gesto de melancolía romántica porque para rendir homenaje suele requerirse de un homenajeado que ya no exista.


  

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